La desazón

«Por eso nos conocemos tan bien, porque podemos saberlo todo sin vivirlo todo: hay tan pocas reacciones humanas, que tenemos que compartir las que hay entre todos.» Un texto de Josemaría Camacho/ fotografía de Jose Granizo

 

SOMOS PREDECIBLES PORQUE en el alma de cada uno estamos inscritos todos. En la sutileza de las sensaciones particulares se esconde ya la semilla de sentimientos universales. Cuando nos identificamos con una vivencia ajena particularísima descubrimos que somos todos la misma vaina. El efecto de las experiencias, su verdadera naturaleza, suele encontrarse en escenarios y momentos impredecibles, silenciosos y solitarios: en situaciones que brotan de la intimidad. En esa intimidad descubrimos lo menos íntimo que hay, lo más profundamente humano: lo que más nos asemeja con todos los demás. A cada sensación particular corresponde un sentimiento universal, de manera que no hay que vivir cada experiencia particular para adivinar su consecuencia, porque esa consecuencia ya no es personal sino colectiva.

Por eso nos conocemos tan bien, porque podemos saberlo todo sin vivirlo todo: hay tan pocas reacciones humanas, que tenemos que compartir las que hay entre todos.

Quiero explicarme a partir de algunos ejemplos. Ofrezco a continuación un listado de percepciones particulares tan intensas, que generan por sí mismas un estatus anímico que podría calificarse de universal.

El miedo. Hay un espejo de doble hoja encima del lavabo de un bar. El ángulo en el que está dispuesto es tan agudo que parte de un espejo se refleja en el otro y viceversa. Al inclinarme un poco para lavarme las manos, descubro mi reflejo en uno de ellos y, a la vez, percibo mi reflejo en el otro espejo también reflejado en el espejo primigenio. Mi rostro se multiplica una y otra vez, de frente y de nuca, de frente y de nuca, hasta el infinito. Me acerco la mano al rostro y miles de manos se acercan a miles de rostros al mismo tiempo. Seguramente hay un desfase que no puedo percibir debido a la imposible velocidad de la luz y a la imprecisión natural de mi sentido de la vista. Me quedo quieto observando el juego de espejos. De pronto, el cuarto rostro a la derecha, que se mostraba de nuca, voltea a mirarme y sonríe. Los demás rostros siguen quietos. Todos palidecen.

La deseperación. Llego a casa. Saco la cajetilla de cigarros. Me queda uno que guardé para fumarlo antes de dormir. Cierro la puerta con llave, me quito los zapatos y los pantalones. Deshago la cama. Traigo un cenicero al cuarto, tomo el encendedor. La cajetilla está vacía.

La tristeza. Una mujer muy bella se sienta de frente a mí en el metro. Me ve con distracción. La veo con intensidad. Luego me distraigo. Luego ella me ve con intensidad. Luego yo me doy cuenta. Luego ella mira hacia otro lado pero sonríe. Luego yo sonrío. Luego finjo distracción. Luego ella se baja una estación antes que yo.

La felicidad. Encuentro en el refrigerador un recipiente especialmente diseñado para guardar alimentos. Es de un blanco opaco y tiene tapa azul. Espero encontrar salsa verde para acompañar la insípida quesadilla que me he preparado para cenar. No he ido a hacer las compras desde hace cinco días, no hay nada más para comer. Al quitar la tapa descubro trescientos gramos de mixtote de carnero que había olvidado que me sobró de la comida de ayer.

La nostalgia. Miro la repetición de un gol del Madrid en la televisión. Recuerdo el silbatazo final en Monterrey, cuando terminó la final del Apertura 2004.

La ansiedad. Estoy en una junta de trabajo. La persona que habla está parada frente a mí y es perfecta. Es un ejecutivo de alto nivel. Ningún pelo ha escapado el barrido del peine por la mañana. Huele a lavanda. Habla como si fuera un orador romano, recita frases célebres citando nombres completos y números de página. Está perfectamente fajado, parece un maniquí de tienda departamental. Mientras habla, dedica su mirada exactamente la misma cantidad de segundos —alrededor de 0.6— a cada uno de quienes le escuchamos. Por supuesto, asentimos sus palabras con atención, con admiración, casi con enamoramiento. De pronto, al pronunciar la palabra recuerdo, una partícula de saliva salta desde su boca, como si la r se hubiera desprendido de la palabra recuerdo y hubiera decidido materializarse y arrojarse al vacío. Sólo que, para su infortunio, no encuentra el vacío. Sigo el vuelo de la pequeñísima perla. Cae exactamente en el labio inferior de la secretaria de la junta. Ella no lo nota. Nadie lo nota, sólo yo. Ella toma apuntes a toda velocidad, su semblante es alargado y su dentadura prominente, de suerte que en estado de relajación facial presenta la boca entreabierta. La partícula de saliva es blanca y diminuta, hace contraste con el rubí de sus labios. Miro a los demás, nadie sabe nadie se distrae nadie se aterra. Yo sí. Quiero limpiarle la boca, hacerle una seña para que se la limpie ella misma, quiero gritar o reírme con fuerza. La junta es seria, permanezco quieto. Siento un calor intenso en las sienes. Busco una sonrisa cómplice, al menos. Quiero saber que no soy el único que sufre, el único que quiere evitar la catástrofe. Pero lo soy.

Las vivencias son sólo mías; los sentimientos generados por ellas, sin embargo, son comunes a todos.

En cada hombre estamos todos los hombres.~