Jóvenes
Qué pasa con los jóvenes y la industria del arte. Un texto de Purificació Mascarell
ALEJANDRA DE LA Torre nació en 1983. Estudió Bellas Artes y muchas otras cosas que le han permitido acumular una fastuosa colección de esos papelitos que escupe la máquina cuando vas a registrarte a la oficina de empleo. Con sus títulos, su currículum y esos papelitos de la desolación ha confeccionado un gran collage que se expone en el Centre del Carme de València (España) bajo el título «El estigma del parado». Hay un reloj en movimiento marcando cada segundo al comienzo de su obra. Y un reloj detenido al final. En medio, un totum revolutum de esperanza y frustración que encaja en demasiadas trayectorias jóvenes. «¡Qué pena! ¡Pobre chica! ¡Lo preparados que están!», exclaman las señoras al leer el perfil que Alejandra ha confeccionado para promocionarse en Linkedin, Infojobs o Laboris. Suspiran hondamente y me miran en busca de aprobación. Sonrío sin mostrar los dientes con la típica expresión de cortesía mientras me pregunto cuánto dinero habrá ganado Alejandra en sus 32 años de vida.
Las cosas que te gusta hacer no dan dinero. Te pagan nada o muy poco por escribir, por hacer teatro, por meterte en proyectos e historias colectivas, por entusiasmarte dirigiendo un recital poético, grabando un corto, realizando arte urbano, por organizar un ciclo de cine polaco en el local de una asociación… Por escribir, sobre todo, pagan miserias. Pagan muy bien a los profesores de secundaria (recortes incluidos). Pero ese trabajo, sin ganas, es como tirarse cada mañana por un precipicio cual castigo mitológico. Hacerse mayor es —entre otros miles de acatamientos— aceptar que hacer las cosas que te llenan, esas por las que eres capaz de no dormir, de no comer, de perder tus exiguos ahorros, de irte a la otra punta del planeta o de sacrificar todo tu tiempo, tienen una recompensa económica irrisoria. Es verdad que nadie te ha pedido que escribas, que formes un grupo de danza contemporánea o que montes un debate sobre la estética del alfabeto cirílico en la cartelística de entreguerras. El mundo no lo necesitaba, podía pasar sin ello, no era una cuestión de urgencia, como el reparto de comida a los vagabundos de tu ciudad o la investigación de la vacuna que frene el ébola. Díselo a tu ego de tanto en tanto, susúrraselo, como a los emperadores se les repetía aquello de sic transit gloria mundi al oído. Y aún así, aún así… Resulta tan enervante fantasear con dedicarte a lo que te gusta.
Owen Jones, en su ensayo Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012), apunta que solo los ricos pueden permitirse hacer prácticas no remuneradas con el objetivo de ampliar currículum y darse a conocer en el mundo laboral que les interesa. Ricos debemos ser hasta los más pobres de este primer mundo, porque conozco muchos hijos de trabajadores que han sido explotados gratuitamente y sostenidos por la familia durante ese tiempo. Eva —la llamaremos así— trabaja por 600 euros como periodista gracias a la perversión de un inocente contrato de prácticas. La hora le sale a 2’70 euros, y cumple como cualquiera de la plantilla. Venga, seamos asquerosamente sinceros. Si ganara más dinero limpiando retretes nos daría penita. En condiciones de explotación en un medio de comunicación, la consideramos una privilegiada. «Es una oportunidad», le dice todo el mundo, «aprovéchala, aprovéchala», mientras se aprovechan de ella.
[pullquote]En realidad, haces esas cosas improductivas a efectos crematísticos porque te gusta y porque te hace feliz.[/pullquote]
En realidad, haces esas cosas improductivas a efectos crematísticos porque te gusta y porque te hace feliz. Y muchas veces piensas que, te pagaran o no, lo harías igual, con la misma entrega y satisfacción. Porque, si no, ¿qué sentido tiene ser joven, pobre y estar lleno de ilusiones? También es cierto que lo de joven se acaba pronto, lo de pobre se aguanta poco, y las ilusiones se van cambiando por las comodidades sin que nos demos cuenta. Además, y tú también lo sabes, es posible organizar un ciclo de cine polaco cobrando una pasta. Hay quien lo ha conseguido metiéndose en alguna fundación prestigiosa o en alguna institución pública, donde el dinero para la cuestión cultural entra y sale con facilidad pasmosa, y no hay que andarse escatimando veinte euros en fotocopias. Sí, señor, esas oportunidades también existen, pero se ve que solo se presentan ante muy poca gente en el mundo. En proporción, al menos, con toda la que firmaría gustosa ese tipo de contratos profesionales. El resto de personal interesado en el arte, la cultura y la escritura hace lo que puede gratia et amore, manteniéndose con los ingresos que entran por otro sitio y envuelto en un cierto hálito de culpabilidad. En su mente, de tanto en tanto, se ilumina un letrerito: «Debería estar haciendo algo de provecho y no grapando aquí este fancine». Luego se demuestra que la gran mayoría de grapadores acaba en el mismo sitio que los no grapadores, pero algunos años después y, habitualmente, con una pizca de amargura en la mirada.
Para no amargarse hay que ser como Simon Tanner, el entrañable personaje de Robert Walser. Pero su arte de la libertad requiere de mucha valentía y, en líneas generales, nos invade el miedo. Eso de vivir al día, de ir a pie a todos los sitios, de comer rancho con los más pobres, de no tener casa fija, de que tus juiciosos hermanos sacudan la cabeza con lástima cada vez que se cruzan contigo por la calle, lo soportan las almas más fuertes. Solo Simon —que es muy joven, no lo olvidemos— se atreve a autodespedirse constantemente de sus empleos, precarios y de subalterno, al mínimo indicio de deshumanización: «De todos los puestos donde he estado me he marchado pronto porque no me apetecía derrochar mis energías juveniles en la estrechez y el letargo de las copisterías, aunque en opinión de todos se tratara de las más prestigiosas, como son las oficinas bancarias. Jamás me han expulsado de ningún lugar hasta la fecha; siempre me he marchado por el mero placer de dejar puestos y oficios que, si bien prometían carrera y sabe Dios qué otras cosas, me habrían matado de haberme quedado en ellos».
¿Conoces algún fontanero que, tras dos horas arreglándote el desagüe, se vaya sin cobrar, solo por el gusto de haber estado sacando bolas de pelo de una tubería? El dentista que extrae tu muela cobra muy bien por ello. A ti te dolía y necesitabas que te la arrancaran. Has ido a solicitarle que meta sus alicates en tu boca y estire con fuerza, a ser posible sin que se parta el diente. Pero el dentista no te ha pedido que escribas madrigales, les pongas música de corte renacentista y los cantes con tu amigo el del cello. Aquí está el quid de la cuestión. ¿Que la sociedad debería estar más sensibilizada con la cultura y el arte, con las iniciativas enriquecedoras y con los intelectuales/artistas de toda índole y pelaje? Sí, de acuerdo. Pero jugamos con lo que hay. Cuando te enrabies pensando que deberías ser mejor recompensado económicamente, recuerda que esa teoría la tiene cada cual de sí mismo. No hay suficientes reservas en el Banco Mundial para colmar el ego de todos los que consideran una vergüenza sus emolumentos. Y esto sin entrar en el terreno pantanoso de las comparaciones y del victimismo. Del «por qué a ti te subvencionan lo que haces y a mí no». Demasiado gore.
Vamos ahora a ser positivos. ¿Cuánta gente vive de la cultura en España? Muy poca, si se compara con la que vive de la hostelería, por ejemplo. Pero también es verdad que nunca ha existido en toda la historia de la humanidad tanta gente dedicándose a lo que le gusta de manera más o menos digna. Estamos en una época próspera para la bohemia, que no hace mucho se moría de tifus en cualquier hospitalucho si no provenía de buena familia. En cualquier otro momento histórico, yo no estaría escribiendo estas míseras líneas. Y, usted, probablemente, tampoco estaría perdiendo el tiempo leyéndolas.
No estás en una mina de jade en Birmania. No te lo digo como un consuelo. Es, simplemente, la realidad.
Susana —otro nombre tan ficticio como real su caso— realiza una tesis doctoral sobre la normalización social de la precariedad laboral entre los jóvenes. Mientras tanto, para sobrevivir, escribe columnas de opinión y consigue algún trabajo de webmaster. Los catedráticos siempre aconsejan que no hagas una tesis sobre un tema que te afecta personalmente, porque no lograrás hacer ciencia, sino propaganda. Pero, claro, aquí se produce un contrasentido. Porque entonces ningún joven doctorando se atrevería nunca con este tema. Alejandra, Eva y Susana, después de todo, son razonablemente felices. Quizá nunca puedan comprarse una figura de jade para decorar su ático, pero han podido dedicarse, al menos un tiempo de sus vidas, a lo que más les gusta. Y, además, tienen una colección magnífica de papeles y papelitos. Para su particular collage vital.~
Los hermanos Tanner, Barcelona, Siruela/Debolsillo, 2012, p. 13.
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