El negro

No siempre el mejor camino es el más corto
Proverbio chino

Esta semana el equipo cadete de mi hijo jugó un partido contra otro equipo en el que entre sus filas militaba un chico negro. El color de su piel era bastante oscuro, por cierto. Noté cómo los jugadores del equipo de mi hijo cuando se referían a ese chico en particular lo denominaban “el negro”.

—Tú cubre al negro —oí que le decían a uno de ellos— y que no se te escape —apuntillaron como si hiciera falta hacerlo.

Me pareció de entrada una falta de educación, aunque al instante me di cuenta de que mientras el otro chico, el negro, no lo percibiese no existiría tal falta de respeto. Pero durante el juego, en el fragor de la batalla, alguien dijo: “¡El negro!, se te escapa el negro”.

Al muchacho, al negro, no pareció importarle el apelativo. Ni a él, ni a sus compañeros, ni al entrenador, ni al árbitro, ni a los padres, ni a nuestro entrenador, ni a los compañeros de mi hijo, ni a mi hijo. Todo el mundo, salvo al parecer yo mismo, había aceptado que ese chico era negro. Nadie allí percibió ese apelativo como insulto. Ni como racismo.

Observé que a otro muchacho del equipo rival, que lucía una espléndida cabellera, le denominaban “el pelos”. Y a uno de los nuestros que recogía su negra guedeja con una goma le motejaron los otros como “el coletas”.

A nadie parecía importarle cómo le llamaran los del otro equipo; ya que no conocían sus nombres —ni tiempo que había habido para ello con estos sistemas nada integradores y competitivos a ultranza en categorías de base— se reconocían y eran reconocidos por algún rasgo distintivo y caracterizador.

Empecé a pensar que tal vez yo y mi mentalidad estuviéramos allí de más. Tanta ley antirracismo y tanta gaita del tal Jaime Lissavetzky [1], y allí no había conato alguno de racismo a pesar de resaltar la diferencia de color de la piel de uno de los contendientes.

A otro chico, el más alto de entre los allí reunidos, se refirieron a él como “el altote”. Otro más que estaba ya muy bien formado para su edad, y tenía unos pectorales bien marcados, fue señalado como “el pecho-toro”. Insisto en que los apodos circulaban de un equipo al otro en voz alta. A otro muchacho que llevaba gafas durante el juego, de esas magníficas gafas deportivas anti-rotura, le llamaron, cómo no, “el gafas”.

Entendí que era una forma rápida de señalar a ciertos individuos dentro del grupo antagonista. La otra era referirse a ellos por el número, pero dado que eso requiere una segunda mirada, en aras de la rapidez y la fluidez de los mecanismos de defensa designar a alguien por algún rasgo característico y diferenciador era algo de común acuerdo entre todos.

Un chico que llevaba uno de esos “piercing” fue apelado así, “el piercing”. Otro de los muchachos que tenía un pelo ensortijado fue bautizado como “el rizos”. Y aún más, a uno que llevaba un corte de pelo de esos al dos le llamaban “el calvo”. Nadie se escandalizó por estas cosas. Al finalizar el encuentro, saludos, aplausos mutuos, estrechones de mano entre ambos equipos y felicitaciones a granel. Repito; el muchacho negro, el único negro que allí había, fue llamado por todo el equipo rival “el negro”, sin ápice alguno de racismo. Es más, quizá fuera uno de los mejores del equipo rival y así se llevó los mejores halagos por parte de nuestros jugadores.

Y ahora, señores políticos que viven en altos estrados, ¿van ustedes a multar a nuestros chicos por llamar negro a quien es de piel oscura?

De acuerdo que en la vida pública estaría de muy mal ver que se motejen las personas entre sí. Pero la vida pública, la vida civil, o como ustedes quieran llamarlo, no es igual que la vida deportiva. Hay ciertos matices que deben ser tenidos en cuenta. Eso sí, alejándome ciento ochenta grados de esa otra corriente que parecen abanderar algunos ex-ases del balompié en la que se argumenta que dentro de la cancha todo vale.

No señores, no todo vale. Pero algunas cosas sí que han de ser permitidas. Y llamar negro a un negro, y gafas a quien las porta, y “altote” al más alto de los congregados, o pecho-toro, o pelos, o coletas, no hiere las susceptibilidades de nadie, sobre manera si es dicho con la bondad que caracteriza a un mundo de jóvenes donde no existe la malicia deportiva —entiéndaseme.

Otra cosa hubiera sido llamar “napias” a quien tuviera una destacada nariz, o “paella” a quien tuviera la cara salpicada de granos, o “chepas” a quien estuviera algo cargado de hombros…, u “orejas” a quien tuviera orejas de soplillo. Esto sí hubiera constituido un insulto porque se estaría destacando por encima de otros rasgos lo que podría considerarse un defecto. Pero negro, llamar negro a alguien que lo es, no es un insulto, porque ser negro no es un defecto.

Aunque en un país de quijotes como es España tal vez acabemos viéndolo como un defecto sólo para justificar no-sé-qué ley de marras que el CSD se quiere sacar de la manga.

No se dio el caso, pero si alguno de los chicos hubiese dicho “se me escapó el puto ‘negro’ de mierda y anotó”, habría que ver si también hubiera dicho “se me escapó el puto ‘rizos’ de mierda y anotó”. Feas palabras, sí; pero, ¿dónde está el racismo? ¿En el que habla o en el que interpreta?

Al menos a mí, los chicos me dieron una lección de saber ser y saber estar. Sí es cierto que algunos comportamientos en el mundo del deporte no deben ser aceptados, pero no percibamos con nuestra maldad lo que se hace de forma honesta y caballeresca.

Tolerancia cero con los intolerantes, tolerancia cero con el dopaje, tolerancia cero con el racismo… siempre me han parecido eslóganes agresivos y nada integradores. Se corre el riesgo de abusar del castigo si se acaba cometiendo el error de emprender una huida hacia delante.

Quizá no sea el mejor camino el legislar en contra del racismo en los estadios aunque sí parece ser el camino más corto —sobre todo para acceder a un reconocimiento internacional… Un camino más largo pasa por educar a la próxima generación, que está a la vuelta de la esquina. Y éste quizá sí sea un buen camino.

Pero la educación ni se ve ni se puede fotografiar; la educación tampoco son unos panfletos antirracistas olvidados en la sala de profesores de un instituto cualquiera. La educación, para el asunto que nos ha traído hasta esta última línea, empieza por los jugadores que están en el campo. Y ser millonario no implica ser educado.

[1] Jaime Lissavetzky Díez es el Presidente del Consejo Superior de Deportes, Secretaría de Estado del Deporte en España.~

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