El Diccionario de María Fernanda
«En sus palabras había un mensaje de agradecimiento por aquella tarde que habíamos compartido, pero como casi no me dio opción a hablar no pude confirmarlo. Mi diccionario dice que una llamada así es un agradecimiento, pero nunca se sabe.» Un texto de Christian González Pessoa, acompañado de una ilustración original de Cristina Sánchez Reizábal.
DE TODAS LAS veces que María Fernanda vino a visitarme rezumando lágrimas porque no conseguía cuajar la felicidad con su amor, que fueron muchas, recuerdo con claridad solamente una. En aquella ocasión le brindé una idea que de simple parecía nimia, pero que al parecer logró zanjar la mayoría de sus disputas y fecundar su dicha conyugal, nunca mejor dicho. Sin embargo, desde aquel día no la he vuelto a ver.
Ella se había dejado caer por mi apartamento de vuelta del trabajo para desgranarme la lánguida barrena en la que había entrado su relación, que hacía aguas picada de riñas constantes por puras naderías. La última había detonado a consecuencia de un mal trago, malo de veras, es verdad, que su jefe le había hecho pasar en la oficina. Y así fue que María Fernanda llegó al nido marital rebosada de llanto ante la impotente mirada de Tito, el susodicho amor, quien la escuchó con arrobada paciencia el breve instante en que ella, brazos en jarras, estuvo desahogándose en el saloncito. Unos dos minutos, quizá tres o como mucho cuatro más tarde, se giró sobre sí misma como un trompo y se esfumó con gran ruido visual al estilo de un ciclón tropical compuesto de falda y foulard. Y, como casi siempre se da en ocurrir, al cabo de media hora reapareció astillada y rendida, con goterones seminegros resbalándole viscosos por los párpados para espetarle a Tito que si aquello no le importaba nada es que ella no le importaba nada.
Yo conocía a Maria Fernanda bien, menos a Tito, y mucho menos a los dos protagonizando su libreto amoroso. Pero esta pequeña vida que he vivido me hizo intuir lo que al final resultó ser cierto, y es que todo era una cuestión de diccionarios y traducciones. Ella entró en una especie de estado crepuscular de conciencia cuando le pregunté si había considerado que el hecho de que Tito la dejara llorar en la intimidad del dormitorio se podía deber a que no quería perturbar su doliente soledad. La respuesta, claro, fue un «no» tan tajante que hubiera podido sesgar en el aire una pluma de ganso de almohadón, seguida de una contundente teoría, en apariencia ampliamente difundida, según la cual cuando las mujeres lloran hay que contenerlas a golpe de abrazos hasta que su angustia pierde fuelle. Y, claro también, mi pregunta fue si ella estaba absolutamente segura de que Tito conocía esa teoría. Porque si era desconocida para él, y lo que él había querido hacer era no importunarla mientras ella desmadejaba sus males, entonces el problema no era que no la quisiera, sino simplemente que no estaban usando el mismo diccionario.
Y así fue que Maria Fernanda comenzó a comprender: para ella abrazar significaba querer, y para Tito dejar estar significaba respetar. Para Maria Fernanda preguntar «qué tal el día» era una muestra de interés que reforzaba su amor, pero para él lo que reforzaba su amor era poder estar a su lado en silencio mientras la jornada se recostaba. Ella no podía comprender por qué él no le decía más a menudo que la quería, mientras que él lo que no comprendía era por qué ella no se interesaba más por las cuentas domésticas, que al fin y al cabo eran el sustrato tangible e imprescindible de su proyecto de vida juntos. Y cuando ella se insinuó con la posibilidad de alumbrar un hijo juntos y él torció el gesto, ella lo interpretó como que no quería –o no con ella– mientras que a él lo que le preocupaba era no poder darle al crío todo lo que soñaba, y eso le angustiaba. Sus diccionarios eran tan distintos que llegaban a interpretar de formas diametralmente opuestas las mismas palabras, como por ejemplo «qué hacemos esta noche»: cuando ella lo oía pensaba que él no lo pasaba suficientemente bien con ella, y por eso siempre sentía la necesidad de tener un plan, mientras que si él se lo preguntaba era simplemente porque la amaba e intentaba aprovechar cualquier excusa para diseñarle un rato de diversión.
Después de aquella tarde dejé de ver a Maria Fernanda por una temporada hasta que, cuatro o cinco meses más tarde, me telefoneó. Estaba pletórica. Pletórica y preñada. Me contó que ella y Tito habían pasado días y días creando un descomunal diccionario común, una guía del viajero para transitar por su biografía conjunta. A falta de un sitio mejor, y a propuesta del genial Tito, habían escrito, negro sobre blanco a brochazos, todas las palabras que afectaban a su vida común y sus definiciones, ahora ya compartidas, sobre la única pared libre del salón, que ahora se asemejaba a un gigantesco retazo de papiro antiguo.
Y desde que habían concluido el diccionario su relación había entrado en una especie de nirvana formidable en el que no había espacio para otra cosa que no fuera su amor y el sexo desnudo que les brotaba a borbotones. Aquella llamada no fue muy larga, y desde entonces no he vuelto a ver a Maria Fernanda. Quise interpretar que en sus palabras había un mensaje de agradecimiento por aquella tarde que habíamos compartido, pero como casi no me dio opción a hablar no pude confirmarlo. Mi diccionario dice que una llamada así es un agradecimiento, pero nunca se sabe.~
© Christian González-Pessoa.
Buen final. La idea de los dos diccionarios me parece genial y presentada de forma efectiva. Me parece, sin embargo, que da para más dada su profundidad. Se agradecen textos así.