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El tan temido fenómeno ocurrió en pleno día, sin señales o sucesos previos, cuando ya nadie se acordaba de la época en la que se había vuelto lugar común mencionar el fin del mundo: cientos de intensísimas ondas solares desecaron en segundos cada uno de los océanos, originando tormentas de sal que, aunadas al calor, herrumbraron, poco a poco, todo ser orgánico que encontraran a su paso. Sólo se salvaron aquéllos que llenaban el carrito de despensa en algún supermercado subterráneo. Pero la comida, como sabemos, duró poco, así que debieron arriesgarse a explorar la superficie. Sorprendidos, deambulaban hacia todas direcciones de lo que parecía un jardín de restos disecados, y el cielo, encapotado de un crepúsculo eterno, no daba señales de astro alguno. Entonces comenzaron a alimentarse de cualquier trozo masticable de lo que encontraran a su paso: cuerpos a medio morir cuya anatomía empezaba a volverse irreconocible. Fue cuando empezaron a construir la ruta subterránea hacia el Sur, creyendo que la Antártida, al descongelarse, había revelado la Mítica Ciudad de los Atlantes, donde les esperaba la gracia de los dioses y una puerta hacia otra dimensión cósmica. Sin embargo, pese a sus esfuerzos y a la pésima sobrevivencia que lograron desarrollar en comparación con otras especies, sólo alcanzaron a avanzar lo suficiente para descubrir una mancha negra que, desde el Sur, se arremolinaba hacia ellos: hordas de pingüinos que, obedeciendo al nuevo orden de la cadena alimenticia, habían encontrado su subsistencia en la médula espinal humana.
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