Cien años de Lucrecio Peace
Un repaso por su ilustre vida Lucrecio Peace. Por Simón Clarinet
FUE CONMEMORADO EL pasado lunes el centenario del natalicio de Lucrecio Peace, el más grande ensayista perropodrileño que haya existido. Es de nuestros pensadores el que más empeño puso jamás en definirnos. ¿Qué es Perro Podrido? ¿Qué caracteriza al perropodrileño?, son preguntas que lo atormentaron siempre, desde que nació hasta que murió.
Hagamos un repaso por su ilustre vida.
Su tatarabuelo fue soldado, igual que su bisabuelo, igual que su abuelo y que su padre. Lucharon y murieron todos ellos en la inolvidable Guerra de los Quinientos Años. Perro Podrido, como sabrá el buen lector, es el resultado, «lo que quedó», lo que no se derrumbó después de aquel monumental conflicto. Cuando Lucrecio Peace vino al mundo éste aún se tambaleaba; el vientre de su madre, la casa, la calle, el cielo, todo parecía querer venirse abajo. «Fui parido entre rugidos de cañones y cánticos bélicos», recordará más tarde en su biografía, «mi designio era el de vivir atormentado». Su padre alcanzó a conocerlo, antes de ser abatido en el campo de batalla. Lucrecio Peace, en contraparte, sólo pudo recordarlo por fotografías: un hombre de aspecto gris, de rasgos regulares y ojos negros desencantados. «Nada parecido a mí».
Haciendo ingentes esfuerzos, logró su madre enviarlo al extranjero, lejos de la guerra. Allí estudió idiomas y concluyó una carrera de Leyes. Cuando regresó a Perro Podrido sólo halló los escombros de los escombros que de por sí poblaban su memoria. Haciendo indagaciones por aquí y por allá, supo que su madre había enloquecido y casi enseguida muerto en condiciones deplorables. De su casa no encontró ni los cimientos. Desesperado y perdido («mi desesperanza –dirá después– fue como una selva virgen que nadie jamás había explorado; que yo mismo, al hollar su suelo, inauguraba»), se dedicó por meses a recorrer las calles, una tras otra, en pos de alguna alma conocida, si no gemela, que nunca encontró. Comprendió que estaba solo y que la soledad podía ser el más oscuro y despiadado de los laberintos. Cuando creyó que perdería la razón decidió… perderla, sin aferrarse; durante poco más de un par de años no tocó el agua ni la navaja de afeitar (por suerte era lampiño) ni cruzó palabra con nadie que no estuviera tan zafado como él. Cuentan quienes lo conocieron entonces que antes de trabar cualquier conversación preguntaba: ¿qué es la noche? Y si el interlocutor no contestaba de inmediato: ¡un panteón de estrellas! (respuesta cursi, por lo demás), Peace le asignaba, con su voz de flauta que pretendía ser de trueno, mil groseros motes.
Estas y otras extravagancias le valieron ser motejado de poeta, título que no le disgustaba en absoluto. De hecho fue por estos años cuando inició la redacción de un largo poema en el que seguirá trabajando hasta sus últimos días y que fue publicado en forma póstuma. Desde luego, hablo de Soledades Laberínticas. Una vez que hubo acabado el primer borrador, su cerebro, despejado de tanta maraña, recobró la perspectiva; tomó un baño, buscó un trabajo (escribiente de un despacho jurídico) y una esposa (nueve años menor que él) que le dio una hija cuya historia merece un capítulo aparte.
A los veinticinco años, Peace abandona el despacho para dedicarse al magisterio. Da clases de civismo en primarias rurales, obtiene posteriormente una cátedra de historia en la Universidad Perropodrileña, de donde lo expulsan, tras veinte años de intenso trabajo, a causa de irreconciliables diferencias con Máximo Rampa, quien fungía como rector. Nadie sabe bien por qué, Peace tomó la costumbre de escupir al rostro de Rampa cada mañana, con o sin motivo, mientras lo tachaba de farsante y de antihistórico.
Aprovechó los años de retiro para dar lecciones particulares de filosofía, tener un hijo varón (que a la postre cometió suicidio) y escribir su segundo libro, un sesudo ensayo de ochocientas páginas que fue traducido a treinta idiomas casi de forma instantánea y que inunda hoy, en extractos y compendios, nuestras escuelas y librerías.
El Enigma de la Soledad es la batalla más valiente que ningún filósofo le haya presentado a su destino, según palabras de Georges Lemé. En la primera parte de su libro, Peace propone que la vida es un lastimoso enredo, un laberinto sin propósito por el que uno se arrastra irremediablemente y que la Razón es una venda que, para no mirar la verdadera magnitud de nuestro desamparo, nos ponemos. En la segunda parte, como si él mismo cubriera sus ojos ante lo que acaba de afirmar, intenta hacer un retrato del «ser perropodrileño» y hallarle un sentido a cada vicisitud histórica, filosófica y hasta meteorológica de Perro Podrido. Algunas ediciones de plano suprimieron los capítulos «oscuros», lo que al propio Peace le resultó natural, pues, como dijo en alguna entrevista, «los pueblos, vanidosos como son, prefieren los espejos a los laberintos».
Cuando ya era un intelectual reputado, el gobierno de Solón Carrasco lo asigna como embajador en China, país del que regresa decepcionado, no por ningún motivo particular sino porque así regresaba él de todas partes. Desde entonces concentra su actividad en escribir discursos políticos de impresionante barroquismo que él mismo lee con su cándida y afeminada voz ante públicos estupefactos que lo escuchan sin entender una palabra pero que le aplauden cada vez más fuerte. No hace falta comprenderlo para ovacionarlo. Ha tocado, pues, la cima del prestigio intelectual. Decide retirarse de la vida pública
Recluido en su casa de Los Álamos, con la sola compañía de su anónima mujer (a quien sólo sacaba cubierta de velos, para que nadie le viera la cara), hizo las últimas correcciones a su magna Soledades Laberínticas, tarea que acabó de consumirlo. Era tanta la presión que se imponía que intentó en tres ocasiones destruir el manuscrito (su valiente mujer estaba siempre allí para evitarlo): la primera comiéndoselo, la segunda prendiéndole fuego, la tercera defecando sobre él. «Y su mierda pervive», hallan divertido comentar sus detractores. Peace, de cualquier manera, nunca quedó satisfecho con el resultado, por lo que su gran poema permaneció en la oscuridad hasta poco después de su muerte.
Su último gran proyecto, sin ser literario, fue poético.
Se mandó construir, nadie sabe bien con qué recursos, un lujoso «laberinto para una persona» en el patio de su casa, hoy convertida en museo. La obra (de mármol toda ella y exquisitamente recamada de piedras preciosas) corrió a cargo del escultor chino Lui-Pai-Ai y fue considerada, no bien realizado el hallazgo, una de las siete maravillas perropodrileñas.
«Hay soledades por las que uno camina en línea recta hacia la muerte», escribió Peace. Queda claro que la suya no fue así. Tampoco su muerte, que fue clasificada como «una de las más deliciosamente inexplicables» de ese año, según el Catálogo que la Revue de Poésie Scientifique publica sobre el tema.
A Peace el corazón se le esfumó del cuerpo como por arte de magia la mañana del once de junio de mil novecientos noventa y ocho, justo cuando se preparaba para dar un paso, el primero, dentro de su laberinto personal. Iba de kimono y con coturnos; cuando le fue practicada la autopsia, en efecto, los doctores hallaron, donde debía estar el corazón, nada más que un nicho vacío. El caso es un misterio hasta hoy y continúa provocando violentos debates en todos los congresos de cardiología.~
SOBRE EL HOMENAJE REALIZADO POR EL JOVEN PAUL JOHANSSON Del joven Paul Johansson por el momento no sabemos mucho, dada su proverbial discreción. Evita las apariciones públicas y no le gusta que le tomen fotos. Es artista y práctica, con apasionada intensidad, el género del homenaje; esto lo sabemos. Y no nos cabe duda de que pronto llegará a ser un gran homenajeador. Pues bien, ha tenido este novel y discreto artista la iniciativa, para festejar el centenario de Lucrecio Peace, de organizar una lectura colectiva de su magno poema, Soledades Laberínticas. No cualquier tipo de lectura, por supuesto. El evento, que tuve la dicha de presenciar, transcurrió de la siguiente forma. Se congregaron, la tarde del lunes, en la casa museo Lucrecio Peace, alrededor de trescientas personas. Hubo, antes que nada, un brindis y un discurso breve del joven Johansson, en el cual expresó su admiración por el homenajeado y explicó cuál sería la dinámica de la lectura. Se trataba de que un grupo de quince artistas accedieran al Laberinto de Peace, armados nada más que con ejemplares del poema, que irían recitando por turnos. Un verso cada quien. El objetivo, según esto, era provocar la materialización del alma del poeta, o bien, la desintegración del cuerpo de los recitantes. La propuesta, sorprendente y atrevida (¡ridículo!, gritó alguien), generó consternación y mucha suspicacia. Una señora hasta se desmayó. Nadie antes, ni siquiera el propio Peace, había penetrado en el famoso Laberinto y los rumores acerca de sus propiedades misteriosas (¡diabólicas!, dicen algunos) son bien conocidos. Los eventos que a continuación relataré parecen confirmarlos. Haciendo una fila india y dando pequeños pasitos, los artistas voluntarios fueron entrando uno por uno. Los versos, declamados con artístico entusiasmo, periclitaron poco a poco hasta perderse. Al cabo de cinco minutos, más o menos, todos los recitantes habían penetrado y no se oyeron ya ni siquiera sus voces. Pasaron otros diez minutos. Hubo entonces un momento de raro silencio en el que nadie supo qué hacer. De repente, una señora (creo que la misma de la vez anterior) volvió a desmayarse y los fotógrafos acribillaron a flashes al joven Johansson, quien palpablemente incómodo intentaba protegerse. ¡Dónde están nuestros artistas!, era el reclamo. ¡Dónde! Así transcurrió media hora. Una hora, dos y tres. Hasta que la mañana del martes el joven Johansson, qué remedio, tuvo que anunciar de manera oficial que los quince voluntarios, mártires de la poesía, habían sido devorados por el misterioso (¿diabólico?) Laberinto de Peace. Las expresiones de pesar se sucedieron a lo largo del día; el joven Johansson, entretanto, parecía maravillado, impasible ante las muestras de repudio de sus detractores (¡nunca faltan los detractores!), que lo acusaron de inhumano, así como frente a los elogios que sus cada vez más numerosos incondicionales. No pocos de ellos están ahora más que dispuestos a emprender una segunda exploración del Laberinto. Mismo que, por seguridad, ha sido clausurado. Quien esto escribe no puede, como quiera, sino agradecer tan emotivo sacrificio; el homenaje, esa rama del arte tan profusamente practicada entre nosotros y que sin embargo languidecía en la inocurrencia, parece vivir un momento de renovado esplendor desde que el joven Paulo Johansson se ejercita en ella. ¡Qué de acertijos nos plantea en cada pieza, qué de inquietudes despierta en nuestros corazones! Desde luego, hay aspectos técnicos que deberá desarrollar, lo que no demerita un ápice al vigor de su talento. En conclusión, ¡lo saludamos!~
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