80P1VM/15: Experiencia zen

#post_80P1VM/15 de 80 en 1 vuelta al mundo, de Humberto Bedolla

 

CON  TANTO TEMPLO se está de todo menos zen. De hecho, ese día estábamos de mal humor. Nos habíamos levantado temprano pero aún así íbamos corriendo a todos lados, siempre justos para poder ver los templos. En Japón, la improvisación y relajarse son conceptos que no funcionan. No en ese país donde los trenes salen a la hora exacta, ni un minuto más tarde ni un minuto más temprano; o donde prefieren no darte de comer y no ganar dinero porque no tienen la certeza de que el servicio que te darán será el que ellos quieren. Sí, los japoneses son perfeccionistas y exactos hasta la exageración.

Y Japón es caro. ¡Carísimo!

Estábamos en Kamakura, en un taxi, corriendo para llegar el templo de Kenchō-ji, porque cerraba la taquilla a las 4:00 y eran 3:45. Llegamos justos para descubrir el principal templo zen budista de Japón, y en activo. Lo fundó un maestro zen chino por ahí del siglo XI. Y a las 5:00 de la tarde, cuando el templo cierra se puede asistir a una ceremonia zen. Arancha quería ir. Pero estando de mal humor como estábamos le pregunté:

—¿Qué vas a hacer con la ceremonia, vas?

—Si, claro. No hemos corrido y esperado a ver el templo hasta en la tarde solo porque sí.  ¿Qué, tú no vienes?

—No —contesté aún de peor humor—. Yo no aguanto una hora sentado con las piernas dobladas.

Arancha se fue a buscar dónde era la ceremonia y yo seguí visitando los distintos edificios del complejo. Lo cierto es que estaban todos cerrados, así que 5 minutos después regresé a donde la ceremonia. Era un salón enorme, con todas las puertas corridas para que entrará el aire y la gente sentada con las piernas cruzadas en una pequeña colchoneta que te prestaban. ¡Joder! Yo no voy a aguantar mucho así, pensé. Fui por una colchoneta, me quité los zapatos y busqué el rincón más alejado de un monje que miraba a todos sin decir nada, sin moverse tampoco. Me senté e intenté cruzar las piernas. De entrada me costó. Cómo me duelen los tobillos. Ay, ya se me durmió la pierna. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Miré de reojo un reloj que había a lo lejos y solo habían pasado 4 minutos.

El monje comenzó a hacer ruidos guturales y luego se tocó los pies con la cabeza. Todos lo siguieron, incluida Arancha. Eso yo ni lo intento, si ya me quiero ir.  Se acercaron otros dos monjes, uno anciano, con cara de perro, y otro joven y sonriente. Se sentaron a un lado del monje principal. Luego todos miramos al suelo durante 10 minutos.

Yo ya no podía con las piernas, las tenia dormidas. Me dolían los tobillos, las rodillas y la espalda. Por más que intentaba concentrarme solo me iba hacia un lado o hacia el otro. Y no veía que nadie se moviera, ni Arancha. ¿Y esta chica cómo aguanta tanto tiempo así? Los dos monjes que habían llegado después se levantaron y tomaron una madera, larga y plana, y se fueron cada uno a una esquina. ¿Qué carajos hacen con un palo? ¿Y por qué el cara de perro no deja de mirarme? ¿A ver si no voy a estar haciendo algo mal? ¿No me va a dar un palazo, o sí? ¿Por qué viene hacía mí?

El monje cara de perro dijo algo y luego se señaló los ojos para señalar los míos.

—I’m looking you —dijo or fin en ingles.

Yo solo asentí, con miedo.

Ni la adrenalina del monje cara de perro diciéndome i’m looking you hizo que me llegará la sangre a las piernas, o a los pies. Los dedos de los pies ya los tenía morados.

—Eyes, eyes —dijo él monje mientras señalaba sus ojos, luego los míos y luego un punto indefinido en el suelo, a un metro de donde yo estaba intentando estar sentado.

Me dio a entender que no debía mirar a nadie, sino al suelo.

—Ok, ok —dije sonriendo mientras las piernas se iban quedando sin sangre y los dedos se ponían negros.

Luego los dos monjes comenzaron a andar de forma casi militar. ¿A ver si no nos van a dar con el palo ese?, pensé. Escuché un grito ahogado que me sacó de mi trance a punto del desmayo para ver que uno de los que meditaba daba una reverencia con las manos, luego se cruzaba de brazos y pegaba la cabeza a los pies. El monje joven hizo una reverencia y sin dilatación: Zaz, zaz. Zaz, zas. Cuatro palos en la espalda.

—¿Qué carajo?

Solo escuché que la gente me callaba: —Chist.

¿Le ha dado con el palo? Sí. La gente, no todos, cuando los monjes pasaban por su lugar, hacían una reverencia, se agachaban y reciban palazos. ¿Qué carajo es esto del zen?, ¿qué no solo es meditar? ¿No basta con el dolor de piernas?

Los monjes dieron varias vueltas dando con el palo a quien -contento- lo pedia, y yo ya no podía más. Levanté la vista y primero vi al monje cara de perro que me estaba mirando, luego a Ara que con un gesto me hizo ver que había una chica en otra posición. Yo sonreí y me dejé caer. Ya no podía más. Pero el monje cara de perro aceleró el paso y yo, como pude, me reincorporé y me senté en cuclillas. El monje me regañó: debía estirar la colchoneta y no usarla doblada, como antes. La estiré y me arrodillé. Sentí alivio, y luego de nuevo miedo. Ya me dolían las piernas. No puede ser. No puede ser, pensé. Si solo han pasado 10 segundos.

—Ay —dije con un gritito ahogado.

—Chist —de nuevo el resto.

Cerré los ojos y traté de meditar.

El monje principal llamó a todos para que se acercarán y, mientras todos lo hacían y se sentaban de nuevo al rededor de él para orar con el típico “Ommm”, yo me dejé caer. Sin fuerza, sin sangre, sin piernas; y solté durante los 10 minutos que duró la oración una pequeña queja que se confundía con el resto: “Ayyyy”. Hasta que todo acabó y la sangre volvió a mis piernas.~