Geografía Emocional

«Así que tal vez haya más cercanía entre nuestras modernas redes sociales y la vida en las cavernas de lo que creemos. Quizá entonces la comunicación tampoco excedía de unas pocas palabras, porque quizá en aquel tiempo no había más. Pero seguro que eran palabras importantes. Porque lo que importaba entonces es lo mismo que importa ahora: la geografía emocional, la que da forma verdadera al mundo en que vivimos.»

Quizá paseaba por Mexico City, no importa a qué hora. Tampoco importa por qué zona, digamos que tal vez estaba anocheciendo y que era un sitio mezclado de edificios y parque, salpicado aquí y allá de ambulantes que vendían lo que sea, cualquier cosa. O pongamos que no, que era Nueva York, tampoco necesariamente en ningún momento del día o de la noche o por ninguna zona determinada, acaso entre esa calle Broadway que a cierta altura se derrama entre escaparates atiborrados de saldos para mayoristas. O puede ser que estuviera en el mismo Madrid que quiso verme nacer, a una hora no demasiado cómoda para el trabajo, en un amanecer o anochecer cuajado de nubes bajas contaminadas y un sol perezoso que salía o bien se escondía hacia el DF o NY.

¿Me van a decir que una vida es tan diferente de otras vidas?

Quiénes somos y cómo somos son cosas demasiado importantes como para anclarlas a una ubicación física. Que comer, dormir, practicar sexo y crear son tan humanas como respirar, y que la hemoglobina que transporta el oxígeno de esa respiración tiene la misma coloración en todos los cuerpos, son constataciones igualmente ciertas e igualmente demostrativas. Quienes viven en las fronteras saben de esto, porque saben cuán lábiles son. A veces la identidad fronteriza es más fuerte en sí misma que la que poseen los ciudadanos que habitan tierra adentro respecto a sus respectivos países. Los demás, los que vemos las fronteras desde lejos y nos parecen enormes no tenemos esa conciencia. Sin embargo solo tenemos que darnos cuenta de que la globalización ha creado países dentro de países, ciudades dentro de ciudades y barrios dentro de barrios, y acabar concluyendo que todos tenemos algo de todos, todos vivimos un poco a medio camino: todos vivimos en la frontera.

Somos diferentes, es un hecho obvio. La cuestión es hasta qué punto somos diferentes. Y a cuántas (pequeñas) cosas necesitamos aferrarnos para no ver amenazada nuestra identidad cultural. Quizá a pocas. Quizá a ninguna realmente importante. Sin embargo ante la inseguridad y lo desconocido surge la urgente y a veces dolorosa necesidad de abrazar nuestros ritos y símbolos y encerrarnos con ellos en una cueva para luego tapiarla por dentro. La otra alternativa es arrancarse lo superfluo y abrazar a otra cultura desde el entendimiento de que todos somos seres humanos. Nadie lo entiende mejor que los enamorados. Ellos han hecho algo sublime, que es unir al mundo. Porque resulta que el atractivo físico se impone al color de la piel, que la vida siempre se sale con la suya, que la vida no entiende de lenguas o de pigmentos cutáneos. El sexo es un motor de una potencia tan brutal que acaba por pulverizar nuestros organigramas, nuestras ideologías, nuestro fanatismo deportivo y desde luego el excesivo mimo que ponemos en edificar esas fronteritas que por supuesto desde el espacio exterior no se ven.

Lo que las redes sociales están demostrando es que la auténtica trama que une o desune al mundo no está escrita en papeles o leyes, sino en la forma en la que las personas se miran a los ojos. Estos nuevos países se están organizando solos y están levantando también sus propias fronteras, pero son límites mucho más orgánicos y cambiantes que los oficiales, y desde luego más permeables. Son fronteras que acogen. Quizá porque las nuevas naciones no están ligadas al territorio. Hay una nueva geografía emocional superpuesta sobre la geografía sociopolítica que no tiene parlamentos ni banderas, ni desde luego leyes más allá del sentido común y del de pertenencia.

Y quizá, resulta sugerente pensarlo, fue esa la razón por la que los seres humanos comenzaron a unirse en la Prehistoria: para estar juntos, para darse calor, para sentirse miembros de una comunidad que les daba seguridad. Así que tal vez haya más cercanía entre nuestras modernas redes sociales y la vida en las cavernas de lo que creemos. Quizá entonces la comunicación tampoco excedía de unas pocas palabras, porque quizá en aquel tiempo no había más. Pero seguro que eran palabras importantes. Porque lo que importaba entonces es lo mismo que importa ahora: la geografía emocional, la que da forma verdadera al mundo en que vivimos.~

© Christian González-Pessoa.