Una multitud de hermosos cadáveres: jóvenes, educación y criminalidad

Estos son los más idealistas (o ingenuos). Los que aún confían en los mecanismos meritorios de ascenso social. Están también los otros. Los desesperados. Los que no están dispuestos a pasarse casi veinte años detrás de los libros, las plumas, las computadoras.

Trabajo con jóvenes desde hace diez años. Enseño literatura en escuelas preparatorias de la Ciudad de México. Una materia que muchos consideran “de evasión” o cuya utilidad recae solamente en “ampliar la cultura general”. Y, de repente, esa concepción pareciera extenderse al resto de las materias, al resto de los campos de estudio. En la situación actual de nuestro país, un país que refleja de manera dolorosa los saldos de su propio proceso histórico, la cuestión educativa es uno de los debates más intensos en cuanto el papel que tiene dentro de la constitución y formación de ciudadanos que puedan ser conscientes de la realidad en la que se encuentran inmersos. ¿Qué tanta influencia tiene la educación en las decisiones personales de estos chicos? ¿Es la educación el camino para conseguir revertir los saldos que llevan a nuestros jóvenes a buscar rutas más cortas hacia el tan cacareado “éxito”? ¿Qué imagen se tiene acerca de lo que este término representa?

En una de las últimas clases con mis estudiantes, les cuestioné acerca de cuál era el miedo más grande que tenían. Y algunos dijeron que era el fracaso. Pero tuvieron dificultades para describir detalladamente en qué consistiría este fracaso. El pudor seguramente les impidió decir que fracasar sería repetir los patrones de sus padres, es decir, mantener la precariedad económica y social en la que sus progenitores crecieron. Alguno aventuró que el fracaso escolar es una de las cosas que más miedo les da. Aún existe la creencia extendida de que un mejor nivel escolar o académico puede generar un mejor nivel social y económico. Hay un terror por la inmovilidad, por la inminencia de repetirse en los ciclos. Una necesidad por ganarse el respeto de los demás. Ya lo decía Roberto Bolaño en alguno de sus últimos escritos, que los nuevos escritores latinoamericanos, provenientes de la clase media baja o de “un proletariado más o menos asentado o de familias de narcotraficantes de segunda línea que ya no desean más balazos sino respetabilidad”, lo que buscan es respeto. Anota en alguna parte:

La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad.

¿Qué hermana a nuestros jóvenes mexicanos con la imagen de los escritores latinoamericanos que Bolaño dibuja en su discurso? La búsqueda del respeto. No nos confundamos, no se habla acá de un respeto fundado en esa idea de comportamiento que ancla sus raíces más profundas en la cortesía medieval y que alcanza la cúspide en la época romántica del siglo XIX (y que los ingleses victorianos volverán una ciencia). Valores como el respeto, la honorabilidad y el valor, concebidos con esos moldes caducos no harán sino conducirnos a confusiones a partir de su anacronismo. No. Intentemos poner en perspectiva cuáles son los elementos que pueden describir la idea del respeto en este turbulento siglo XXI.

Al lado del respeto, se encuentra la necesidad de hacerse visible. Es decir, la búsqueda del respeto en estos tiempos busca, de maneras desesperadas, terminar con la invisibilidad que afecta a millones de seres humanos. Es una necesidad de gritar la presencia, de hacer volver los ojos a la materialización de una realidad. La realidad del yo rev(b)elado, del yo que se hace presente. Y, en sintonía con el espíritu de época, ese yo es más que nunca Yo. Una hipérbole del egoísmo que Lipovetski denomina “narcisismo” en La era del vacío. En este México que nos ha tocado habitar, ¿cuáles son esos elementos que hacen emerger al yo? ¿Cuál es el valor que otorga valor y visibilidad? Veamos.
Citando a un clásico de Clinton, parecería que la preocupación principal de nuestros días “¡es el dinero, estúpidos!”. La respetabilidad asociada a la cantidad de cosas que se poseen. O que no se poseen pero que se pueden comprar. El capital materializado en el poder adquisitivo es la cuestión que les otorga valor a las personas. Dice un refrán popular: “tanto tienes, tanto vales”. Nunca como hoy ha sido más cierto. Eduardo Galeno lo expone de manera clara en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Quien no tiene, no es: quien no tiene auto, quien no usa calzado de marca o perfumes importados, está simulando existir. Economía de importación, cultura de impostación: en el reino de la tilinguería, estamos todos obligados a embarcarnos en el crucero del consumo, que surca las agitadas aguas del mercado. La mayoría de los navegantes está condenada al naufragio, pero la deuda externa paga, por cuenta de todos, los pasajes de los que pueden viajar. Los préstamos, que permiten atiborrar con nuevas cosas inútiles a la minoría consumidora, actúan al servicio del purapintismo de nuestras clases medias y de la copianditis de nuestras clases altas; y la televisión se encarga de convertir en necesidades reales, a los ojos de todos, las demandas artificiales que el norte del mundo inventa sin descanso y, exitosamente, proyecta sobre el sur.

Y tenemos entonces a un montón de jóvenes en busca de ese paraíso simulado que es el país de las pertenencias. Nunca como hoy el status de “popularidad” de los jóvenes de nuestras clases medias y bajas se ha medido en términos de marcas comerciales: Ipod, Nike, Mac, Starbucks, D&G, BMW, Zara, Tommy Hilfiger… y para los que no alcanzan a cubrir el costo de la “originalidad” de los productos, el mercado de la piratería comercial ofrece una multitud de opciones de “similitud” garantizada. Una marca borrosa, tramposa, en un proceso que se finca en las mismas condiciones. Y tenemos entonces a nuestros jóvenes, en las escuelas, persiguiendo esa zanahoria amarrada al final del palo y persiguiendo la imagen del éxito que se nos ha vendido.

Pero estos son los más idealistas (o ingenuos). Los que aún confían en los mecanismos meritorios de ascenso social. Están también los otros. Los desesperados. Los que no están dispuestos a pasarse casi veinte años detrás de los libros, las plumas, las computadoras. Pasando desvelos, sufriendo miserias, desesperando a cada minuto que pasa. Y entonces se buscan otros caminos que la educación y su promesa ambigua de ascenso social no pueden cumplir. Y se integran a la economía. Al mercado productivo. Que no tiene que ser necesariamente legal. Sólo tiene que dar frutos lo más rápido posible que se pueda. Jóvenes insertos en el comercio informal, en la criminalidad básica del asalto gandalla o del robo artesanal de autopartes, y, los más aventureros (“aventados”, dice la voz popular, y en este contexto la expresión se vuelve reveladora), ingresan al mundo del crimen profesional (“organizado”, como le dicen nuestros tecnócratas).

En el mundo del crimen profesional el dinero fluye con mayor velocidad que en cualquier otro campo. Es una inversión de alto riesgo que genera ganancias millonarias como compensación. Los riesgos, está por demás decirlo, implican que es una carrera condenada a múltiples desenlaces: la cárcel, el enganche a la organización o la muerte. El porcentaje de criminales que llegan a la edad de jubilación o que pueden contar sus historias a sus nietos no es demasiado alto. El crimen profesional deja una multitud de hermosos cadáveres. De jóvenes “ajusticiados” en fiestas o sepultados en fosas comunes.

Pero, ¿dónde aprenden nuestros jóvenes todo esto? ¿Cuáles son los mecanismos que permiten que el crimen profesional se vea como una opción de conseguir el éxito y salir del anonimato? ¿Dónde ha sido desplazada la opción educativa? Galeano, otra vez.

Las horas de televisión superan ampliamente las horas del aula, cuando las horas del aula existen, en la vida cotidiana de los niños de nuestro tiempo. Es la unanimidad universal: con o sin escuela, los niños encuentran en los programas de la tele su fuente primordial de información, formación y deformación, y encuentran también sus temas principales de conversación. El predominio de la pedagogía de la televisión cobra alarmante importancia en los países latinoamericanos, por el deterioro de la educación pública en estos últimos años. En los discursos, los políticos mueren por la educación, y en los hechos la matan, dejándola librada a las clases de consumo y violencia que la pantalla chica imparte. En los discursos, los políticos denuncian la plaga de la delincuencia y exigen mano dura, y en los hechos estimulan la colonización mental de las nuevas generaciones: desde muy temprano, los niños son amaestrados para reconocer su identidad en las mercancías que simbolizan el poder, y para conquistarlas a tiro limpio.

La televisión enseña ese mundo al cual una inmensa mayoría no tiene acceso. El manejo informativo en busca del rating nos muestra una realidad en la que los narcotraficantes y secuestradores son exhibidos en toda su riqueza y poderío obtenido a través de la violencia. Y he ahí, otra de las cuestiones que tiene que ver con esta opción por la violencia que ejercen algunos jóvenes: el respeto que impone la violencia. El mundo de las armas es un mundo en el cual el poder de someter al otro es incuestionable. El mundo del crimen profesional se caracteriza porque mucho de su poderío se finca, precisamente, en esa posibilidad que tiene para enfrentar el poder de fuego y violencia del propio Estado. Las armas otorgan respeto. Y es una máxima que no se puede refutar fácilmente. La respuesta que Jorge Briseño, un comandante de las FARC en Colombia, a un periodista durante el conflicto armado en ese país pone al descubierto esa relación: “Si no tenemos armas, no nos respetan. Ni siquiera ustedes vendrían aquí a escucharnos. […] Ustedes vienen aquí porque tenemos armas ¿o no?”.

¿Qué papel tiene la educación en este contexto? Más allá de ofrecer esa posibilidad de ascenso social, cada vez más lejano de la realidad, ¿qué alternativas plantea la escuela al enfrentarse al endiosamiento de la propiedad y al respeto infundido por la violencia? Ante un gobierno que mira con desconfianza a sus jóvenes, que les teme incluso, o que los estigmatiza al describirlos como seres sin voluntad ni metas (la idea del nini transcurre ese proceso), las opciones que la educación pública puede ofrecer parecen parcas, en el mejor de los casos, y ridículas, en una mayoría dramática.
Y sin embargo, la educación crea canales de expresión que fructifican en un lugar que también interesa a ese Yo mediatizado. Genera la posibilidad de la crítica de ese sistema en el que se encuentra inserto, de la reflexión cuidadosa acerca de los elementos que le otorgan felicidad a su existencia. Ese es el cuestionamiento fundamental: ¿qué es lo que nos hace felices? ¿Qué es lo que nos hace únicos? La búsqueda de la felicidad tendría que ser el objetivo de la vida del ser humano. Probablemente la educación ayude a esto, probablemente no. Dirán algunos que también genera seres infelices porque son conscientes de su miseria y de la causa de ésta. Si seguimos reforzando la idea de que la felicidad se finca en la propiedad y que lo demás que existe en el mundo es inútil para conseguir nuestras metas, tenemos la batalla perdida. Pero si creemos que la educación puede ayudar, no solamente a la perspectiva de cambiar de lugar en la estructura socioeconómica, sino a la comprensión del mundo desde una perspectiva fincada en el conocimiento y la reflexión, creo que se puede hacer algo.

Pensar que la felicidad no significa tener, sino ser. No podemos tener felicidad, podemos ser felices.~

 

Referencias
Eduardo Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, México, Siglo XXI, 1999.
Carlos Nasi, “Agenda de paz y reformas: ¿qué se puede y qué se debe negociar? Reflexiones para un debate”, Revista de Estudios Sociales, número 14, Universidad de los Andes (Bogotá), febrero de 2006.
Roberto Bolaño, “Los mitos de Cthulhu”, Palabra de América, Barcelona, Seix Barral, 2004.