Mamá morfina o los límites del fuego

Partamos de una suposición con cara de obviedad: toda experiencia es incomunicable en su totalidad. Si todo es incomunicable, lo que hacemos al relatar nuestras experiencias a otra persona, incluso a nosotros mismos, no es sino entregar migajas de realidad. Habrá quien diga que esto es falso, que la realidad comunicable no son migajas, sino una buena parte del pastel; habrá quien apele a lo que se conoce como intersubjetividad, a grandes rasgos los acuerdos que permiten la comunicación y el sentido común, para decir que la realidad comunicable no son migajas, sino todo el pastel porque, en resumidas cuentas, es lo que hay y no se puede aspirar a más.

Sin embargo, haciendo tabula rasa de los desacuerdos anteriores, o a partir de ellos, pensemos que hay lenguajes más adecuados para relatar ciertas experiencias. Las experiencias límite. ¿Qué es una experiencia límite? Aquella, supongo, que rebasa las posibilidades de un sentido y se genera en todos, o en la conciencia; aquella que es más compleja que, por ejemplo, comer una manzana, aún cuando en este acto primitivo, primordial, pueda estar el germen de una complejidad infinita.

La muerte es, otra obviedad, el último límite de las experiencias, el incomunicable por excelencia. No es casual que la muerte sea el comparativo mayor. La muerte y su inefabilidad son dos límites en polos distintos, el fin del sujeto que experimenta y el fin del discurso que sostiene al sujeto. No es casual que el orgasmo sea la muerte diminuta, de la que se vuelve, quizá renacido. No es casual que la escatología sea el campo semántico en el que se encuentran algunos de los nombres populares de las drogas: dama blanca, jinete del Apocalipsis, caspa del diablo. El éxtasis de la droga puede ser, se sabe, un hermano de la pequeña muerte; el éxtasis infinito es, se sabe, una variación desagradable y tosca de la muerte.

El siglo XX fue, entre otras cosas, un siglo que tendió a los límites de lo conocido, muchas veces los borró y definió nuevos, otras veces comprobó que hay, todavía, espacio para lo ilimitado y lo efímero. El siglo XX transformó las utopías en distopías mediante la ruptura de los límites; paradójicamente, fue el arte nacido a la sombra de las distopías el que supo conjugar los límites de lo comunicable; de Ósip Maldenstam a Paul Celan, de Samuel Beckett a Joseph Brodsky.

El siglo XX fue, también, el siglo en el que se codificó la identidad adolescente. La subcultura juvenil, uno de los grandes códigos culturales globales, es heredera de los bohemios del fin de siécle, de los artistas marginados de las grandes urbes, heredera también de la música rock y de la industria musical; los adolescentes han sido quienes más rápido se han adaptado a los estratos del capitalismo pero también quienes han crecido al amparo de la burocratización de los afectos.

Sin embargo, cediendo al lugar común que le dio origen, hemos de aceptar que  su iconoclasia original fue fermento de muchas de las revoluciones estéticas y políticas del siglo XX. El adolescente como actor político revolucionario es un mito que ha calado hondo en las historia de las ideas; a la sombra de este mito ha crecido un hongo (entiéndase que digo hongo sin peyorar al respecto) que supone que sólo en los códigos de la adolescencia es posible escenificar los límites de lo cognoscible: el amor sexual es mejor en los veinte; la experiencia narcótica o alucinógena es perfecta antes de los treinta; el rock, resumen velocísimo de lo anterior, es morir a los 27.

¿Es legítimo juzgar la obra de un poeta desde su biografía? Los más puristas de la ciencia literaria dirían que no, que eso es empobrecer los poemas, anclarlos a un momento histórico que pronto será superado, dirán que es un facilismo de la crítica confundir vida y obra. En general estoy de acuerdo con estas afirmaciones, pero hace falta encontrarse con un poeta que ardió en vida y obra para confirmar que todo dogma tiende a laberinto.

Eros Alesi nació en 1951 y murió en 1971. No murió de muerte natural, como se le llama eufemísticamente a morir sin historia, sino aferrado al delgado hilo de la droga dura. Murió Eros Alesi de sobredosis de morfina a los veinte años. Sus poemas se publicaron dos años después de su muerte, marcados todos por el aura de un maldito que no acabó de nacer. Su poesía fue su bolsa marsupial, incubadora del nonato esteta que legó apenas un puñado de poemas duros y ardorosos como un pinchazo en el antebrazo. Eros Alesi es un poeta oculto que ha pasado de mano en mano desde que fue publicado en 1973; en México nació a mediados de los noventa de mano de las traducciones de Guillermo Fernández. Desde entonces no ha dejado de andar entre “las pasturas celestes, en las pasturas terrestres, en las pasturas marinas”.

Nadie dudaría en calificar la poesía de Alesi como conmovedora en su sentido prístino, que mueve el espíritu. Pero pensar que es una poesía del relato expriencial sería disminuirla en su potencia retórica. Alesi no pretende comunicar hechos sino símbolos y percepciones, sabe que su escritura es una mediación entre el mundo y el lenguaje. Se podría decir que sus poemas exploran el sustrato lingüístico de la experiencia límite, la cacofonía es la columna sonora de la isotopía, a su vez correlato semántico de lo inefable. “Cara, dolce, buona…”, también conocido como “Mamá Morfina” es su poema más recordado, quizá el mejor, quizá el que se ajusta más al mito del escritor malogrado, una evocación (en el sentido sagrado del término) de la morfina encarnada en el cuerpo del adicto:

Querida, dulce, buena, humana, social mamá morfina. Que tú, solamente tú, dulcísima mamá morfina, me has querido bien, como yo quería. Me has amado totalmente. Yo soy el fruto de tu sangre. Que sólo tú has logrado que me sienta seguro. Que tú has logrado darme el cuantitativo de felicidad indispensable para sobrevivir. que me has dado una casa, un hotel, un puente, un tren, un portón, y los he aceptado; que me has dado todo el universo amigo. Que me has dado un rol social, que pide y da. Que a mis 15 años acepté vivir como ser humano, “hombre”, sólo porque estabas tú, que te ofreciste a crearme por segunda vez. Que me enseñaste a dar los primeros pasos. Que aprendí a decir las primeras palabras. Que sentí los primeros sufrimientos de la vida. […]

La constante sonora del poema es el fonema oclusivo. No se repite un sonido sino una interrupción, como la sensación de una goma que va deteniendo el paso de la morfina hacia la sangre. La percepción después de la morfina es la interrupción externa de los sentidos pero la eclosión interna de ellos. La morfina es el calor de la casa que afuera toma las formas del exilio; la morfina es la única intersubjetividad posible para el desahuciado, sus ideas y su lenguaje. A semejanza de “No sé qué que quedan balbuciendo” de san Juan de la Cruz, los fonemas son el acceso a la supresión de los sentidos, la representación del vacío en los límites de una lengua adormecida.

Quizá “Mamá Morfina” sea la última posibilidad de la mística corporal en una sociedad inmaterial. El capital es un flujo, el valor simbólico es un flujo, “todo lo sólido se desvanece en el aire” excepto el cuerpo del adicto que, tremendo, es carne arrojada al ardor de la experiencia límite.

La poesía de Eros Alesi es un primer paso en el quiebre de las representaciones, su escritura es autobiográfica y autofictiva, Alesi se crea de las palabras y en ellas vuelve. Alesi duda de lo social pero no del lenguaje que lo constituye. No hay en su poesía un asomo de duda metalingüística; el poeta entrega un relato sin fisuras en el nivel diegético de la experiencia. Parece que su consigna, si la hubiera, es dudar del mundo no de la carne macilenta, dudar del hombre no de su palabra. El vínculo entre el sujeto y la droga es todavía un acontecimiento sagrado. Alesi es la actualización del sacerdote antiguo, chivo expiatorio de la modernidad que se quema para limpiar a las palabras. Al final, la poesía de Alesi es un último lance del lenguaje por comunicar lo incomunicable, sus poemas son fragmentos de experiencias y sujetos quebrados.

Lo queda no es la muerte sino el amor al fuego. Nos ofrece cambiar un límite por otro. Alesi es un umbral, una bocanada exhausta y moribunda.