Capítulo 3 de la novela Caer es una forma de volar

Un texto de Karen Chacek

 

3

Abrió la puerta una sexagenaria vestida con suéter bicolor de rayas horizontales, cabello de algodón de azúcar teñido de rubio y un gesto de urgencia en la cara. Casi chocamos.

—Buenos días. ¿Se encuentra Ela? —pregunté.

—Pasa, pasa —respondió la mujer, un tanto apresurada—. Disculpa si no me quedo a platicar con ustedes, pero quiero llegar al supermercado antes de que se acaben los buenos jitomates.

Me dejó sola en el hall, una colección de seis platos coloreados con referencias a Hungría me dio la bienvenida. Cerré lento la puerta, con la sensación de estar invadiendo propiedad privada. Tal y como alguna vez me lo describiera Mija, el lugar era como una casa de muñecas decorada por un ciego. Te provocaba un inevitable desconcierto, pero uno muy placentero. Mis ojos se posaron de inmediato sobre la magnífica imitación de candil de cuentas de vidrio que colgaba del techo sobre el par de sillones aterciopelados color camello que se daban la espalda y no parecían en lo más mínimo importunados por ocupar la estancia que correspondía al comedor principal dispuesto en la única recámara de la planta baja, entre macetas colgantes y dos lámparas de piso.

Ela había movido de lugar los muebles de su casa a capricho, pese a las reservas de su madre, quien aceptó la remodelación a regañadientes con la condición de conservar su recámara intacta. A la señora todavía le pasaba que al entrar a tientas al cuarto de baño y dirigirse en automático a su derecha para sacar un rollo de papel higiénico del anaquel, su mano chocaba contra el toallero y le recordaba que ahora los adornos del baño chico decoraban el baño grande y el cobertor tejido que durante una década había reinado en la taza del escusado arropaba la vieja licuadora herencia de la abuela.

Ela había mudado su recámara al cuarto esquinado que su padre solía usar como bodega para archivar cientos de tiras con los resultados semanales de la lotería, convencido de que un día descubriría en ellos un patrón que le revelara el número ganador del siguiente sorteo grande. Era la habitación más pequeña de la casa, sin embargo la única con tres ventanas.

La remodelación había dado excelentes resultados. O eso presumía Ela. Sus pesadillas más angustiosas solían tener como escenario la casa de su infancia, sólo que ahora éstas sucedían en una casa que era otra y no aquella que habitaba con su madre. Despertaba de un mal sueño y le bastaba con caminar los espacios reformados para tranquilizarse, convencida de que sus terrores jamás se materializarían, pues la vieja casa de su infancia ya únicamente existía al otro lado del mar de los recuerdos, cubierta día y noche por un denso manto de nubes.

Al final del pasillo, Ela salió de la cocina vistiendo una bata de baño amarilla y una toalla en combinación envolviéndole la cabeza. Me miró de reojo y se detuvo en seco.

—¿Sí? —dijo—. Después caminó a tientas hacia mí. La luz que entraba por las ventanas a mis espaldas me hacía lucir como una sombra. Ela y yo nunca nos habíamos encontrado fuera de casa de Mija.

—¿Nadia?

—Hola.

La expresión de agrado se le borró de la cara en menos de un segundo. Dio un paso atrás, luego dos. Corrió escaleras arriba. La seguí hasta el pasillo de las recámaras. La vi abrir una puerta, abrir otra. Finalmente entró en la última recámara, la de su madre. Al fondo había un clóset de puertas plegables que abarcaba toda una pared.

Ela se internó por el extremo izquierdo y corrió la puerta plegable hasta trabarla por dentro. La escuché remover ganchos de manera frenética, respirar aprisa como si jalara bocanadas de aire hirviendo para inflar en su vientre un zepelín. Luego se quedó quieta y comenzó a entonar la primera letra del abecedario, hasta que la vocal estalló en millones de meteoros microscópicos.

El estallido dio origen a otra dimensión en el mundo. Lágrimas rodaron por las mejillas de Ela hasta crecer debajo de ella una laguna tibia y salada. Flotaron los zapatos de suela de goma, se deslavaron las telas floreadas de las faldas y las mascadas. El agua teñida de colores reventó las bisagras de las puertas y del interior del clóset de madera escapó una furiosa corriente colorida y cristalina que arrastró por igual muebles, plantas, adornos y cuadros de la recámara. Escapó por el pasillo, invadió el baño y las otras dos recámaras. Bajó las escaleras, colmó el comedor, la sala y la cocina. Se desbordó por las ventanas abiertas y levantó la casa de sus cimientos.

El viento de octubre arrastró la edificación lejos; más allá de las montañas, las nubes y la capa superior de la atmósfera. Fuera del planeta, la casa se mantuvo suspendida unos instantes, arrullada por la música del campo magnético terrestre. Ela se quedó dormida y un astronauta de la Estación Espacial Internacional le tomó una fotografía a su casa. Dos horas más tarde, Ela abrió los ojos y se asomó fuera del clóset: me encontró sentada en el sillón de terciopelo verde, esperándola.

—Hace días que salto cada vez que suena el teléfono. No sé si sucedió o si lo soñé.

—Yo —dije— creía que tú habías estado con él esa noche.

La madre de Ela entró súbito a la recámara, venía hablando sola. Se calló de inmediato al vernos.

—Perdón —dijo. Después miró a su alrededor como para cerciorarse de no haber entrado en la recámara equivocada—. Compré molida de pollo para preparar albóndigas —enunció, todavía desorientada.

—Hazlas para ti, mamá —respondió Ela.

—¿Sólo para mí? No. ¿Tu amiga se quedará a comer?

Ambas me miraron. No supe qué responder. Me encogí de hombros.

—Si tú quieres comer albóndigas, prepáralas —dijo Ela.

—A ti también te gustan las albóndigas.

—Mamá, no como pollo desde hace meses.

—Ay, mijita, cada día te pones más especial con la comida —remató la mujer antes de salir de la habitación.

Ela me miraba urgida: ¿Cuántos días han pasado?

—Once.

Se cubrió los párpados con las manos. Traté de leer algún signo que la delatara. La miré como buscándole una ranura, una bisagra. Las personas somos como las cajitas musicales; guardamos dentro una melodía que revelamos sólo cuando alguien nos destapa.

Ela bajó las manos, sus pupilas centelleaban como dos cuerpos negros que absorben luz y emiten luz. Quizá recordaba tan bien como yo aquel jueves en la noche que yo subía con pasos agigantados las escaleras de casa de Mija, mientras ella las bajaba lentamente de camino a la cocina para rellenar la jarra con agua. Yo traía en la mano una barra de 150 gramos de ese chocolate belga mitad amargo mitad leche que era el favorito de Mija y conseguías en el supermercado solamente por temporadas.

La cara que pondría Mija cuando lo viera, en eso venía pensando al momento de cruzar trayectos con Ela, cuando miré como hipnotizada la mascada color magenta que le arropaba el cuello y le daba a su rostro un halo casi fantasmal. Perdí de vista el escalón; la punta de mi zapatilla resbaló en el borde y me fui de bruces contra las escaleras. Puse a tiempo la otra mano para conservar intactos mis dientes frontales, pero el crack de mi muñeca izquierda se oyó nítido como si alguien acabara de quebrar un huevo contra la orilla de una sartén.

Ela se agachó a auxiliarme y dijo que la barra de chocolate belga se había partido en nueve. Yo oprimía con fuerza mi muñeca. En la cocina la sumergí bajo el chorro de agua fría del fregadero, mientras Ela sacaba del congelador unos cubos de hielo y los envolvía en una toalla bordada con las iniciales de los señores Gelman.

Para confirmar nuestras sospechas traté de sostener una cucharita de té con la mano izquierda. Por supuesto que no pude; solté un alarido de lágrimas. Ela puso a un lado el bulto de hielos y envolvió mi muñeca entre sus manos frías. Sentí un tirón agudo bajo la piel y después un burbujeo cálido, parecido al que producen las pastillas para la migraña cuando por fin hacen efecto y desintegran el dolor macizo y sordo en un estallido alegre de millones de pequeñas pompas de jabón que van explotando en tu cabeza.

En la Sala de Urgencias del hospital, esa noche, me mostraron una radiografía que evidenciaba el trazo de una fisura en el escafoides, el hueso de la muñeca con mayor probabilidad de fracturarse en una caída a mano abierta. Sin embargo, pese a la incredulidad del médico de guardia, quien había repetido la ronda de radiografías, el pequeño hueso ubicado en el lado de la muñeca que corresponde al dedo pulgar lucía íntegro. No se había extraviado ni una sola de las nueve astillas trazadas en la imagen blanco y negro. Cosa rarísima. Era como si luego de romperse, el hueso hubiera reagrupado sus partes.

En el estacionamiento del edificio, ya con una férula que habría de facilitar que la fractura sellara sin inconvenientes, miré a Ela sin ocultar ni pizca de mi asombro. Ella sonrió nerviosa y con falsa modestia me dijo hablando muy rápido: No siempre sé qué es lo que hago. Yo nada más imagino.

Ela restregó las manos contra la bata de baño amarilla y empezó a colisionar enunciados como si fueran partículas. Apliqué un poco de álgebra para dilucidar qué era lo que trataba de decirme: que a Mija lo había querido y odiado igual que a la injusticia del mundo esa diva malvada que por generaciones había fungido como madrina de su familia.

—Me lo contó por teléfono y los dos lloramos: Algo se rompió en mí, Ela, me dijo.

—Te ayudaré a repararlo —le contesté.

—Ya no se puede —insistió él.

—Claro que se puede. Por eso estamos recomponiendo juntos el mundo.

—Es justo eso, hermosa. Por fin estoy aportando a recomponer el mundo. Pero resultó algo distinto a lo que tú y yo imaginamos.

Sentí un nudo en el estómago al trasladar sus palabras a la voz de Mija. Ela torcía la boca, como en un intento de tragarse las palabras que esperaban en fila para salir.

No dejo de preguntarme si yo provoqué lo que le pasó, Nadia. Mi abuela me lo repetía todo el tiempo: Eres mala, Ela. Según ella, yo no hacía otra cosa que torturar a mi madre y causarle cólicos; había nacido mala y eso Se me notaba en la mirada. Un día le reclamó a ése al que le rezaba que hubiera enviado a alguien como yo a su familia. Después le pidió que las protegiera, a ella y a mi madre, del demonio. Y yo, el demonio, a veces me olvido que puedo afectar a las personas.

—Una cosa es reparar un hueso y otra muy distinta dañar la secuencia molecular de un organismo.

—¿Qué distancia hay entre la una y la otra?

—Quizá ninguna —rectifiqué.

La madre de Ela se asomó eufórica a la recámara.

—¡A la mesa, que las albóndigas se enfrían!

Cuando la mujer de las rayas y el cabello de algodón cerró la puerta, presencié algo asombroso: Ela salió de su cuerpo y se posó en el techo. Su cuerpo, sin embargo, bajó conmigo a la cocina, incluso comió un par de albóndigas de pollo frente a la sonrisa de aprobación de su madre. Además de “Sí”, “Disculpa”, “Gracias”, no pronunció otras palabras.

—Se le va a pasar en unos días —me dijo su madre—. ¿Te sirvo más?

—¿En cuántos días? —pregunté, un tanto alarmada.

—¿Qué?

—¿En cuántos días se le va a pasar?

—Eso sí que no lo sé, chula.~

*Capítulo 3 de la novelaCaer es una forma de volar (Alfaguara 2016) de Karen Chacek.