Un buen trago

Un relato donde todo sale a pedir de boca (o no), de Dante Vázquez.

—¿QUÉ LE PARECE el lugar, licenciado Antonio?
—Excelente, mi estimado. Algo muy diferente a lo que estoy acostumbrado, pero agradable y discreto.
—Justo para hacer negocios tranquilamente, ¿no?
—Sobre todo, sobre todo, eso. Tan cerca que está y tan indiferentes que nos mostramos. Ahora entiendo por qué tienes lo que tienes, Saulito; sabes bien lo que haces y quieres. Bueno, pasemos a lo que nos concierne.

El mesero del Allende Red (bar-café a unos 100 metros. de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal) les llevó un par de cervezas a cada uno. El licenciado Antonio ―hombre de 50 años, cuerpo bonachón, adinerado, gustoso del placer alcohólico, y encantado de aumentar el peso de sus cuentas bancarias siempre que le fuera posible― conoció a Saúl ―antropólogo, de 30 años, entusiasta, y fundador de la Asociación Procultura Popular― en la clausura de Sociales Joy’s (salón de fiestas en la colonia Jardín Balbuena en el DF). El licenciado Antonio acudió como invitado y Saúl ―que durante 10 años laboró ahí― lo hizo como mesero a petición de los dueños: la profesora Claudia Serrano y el licenciado Octavio Serrano. El evento fue casi informal, así que la solemnidad que impide el acercamiento entre el comensal y el personal de comedor quedó de lado; y como a Saúl le asignaron atender la mesa donde se encontraba el licenciado Antonio, intercambiaron anécdotas y chistes mientras brindaban de cuando en cuando.

Durante una década de desvelos Saúl aprendió a ser amigable, tolerante, a trabajar en equipo, a ser agradecido, cuidadoso, bribón si la ocasión lo ameritaba, y, además de otras cosas, a socializar. En la intimidad individual un buen trago posibilita el autoconocimiento; en la social el desarrollo.

El licenciado Antonio ordenó dos Charros Negros (tequila con refresco de cola). El festejo sería corto al igual que la tarde, había que aprovechar hasta la última gota de cada hora.

—¿Nos lo echamos de Hidalgo, Saulito?
—Ya dijo, licenciado.
—Entonces, ¡salud!
—Pues, no se diga más, ¡salud!

Chocaron los vasos. Saúl pidió otra ronda igual, luego otra, y después otra. En total fueron cuatro.

—Quién lo viera, Saulito, quién lo viera.
—Mejor dicho, quién nos viera, licenciado, quién nos viera. Parte de las enseñanzas que nos dejó el oficio; que aclaro, cada persona decide el ritmo al que se toma la botella, o si va por otra, o si definitivamente la vacía en el fregadero. Yo tuve compañeros, en los bares que trabajé, a quienes les desagradaba el sabor del licor, incluso hasta en la piña colada. A fin de cuentas uno se envenena con lo que se le apetece.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Saúl. Y se puede añadir que la idea que tiene la gentecilla acerca de los camaradas del gremio se basa únicamente en lo poco que han vivido y experimentado; necesitan pasar por lo que uno para tener una concepción acertada sobre lo que en realidad es transitar por ese camino. Dejemos en el cenicero la nostalgia y pidamos unas copas de coñac para recibir las buenas nuevas de la noche.

Saúl le entregó los contratos de compra-venta al licenciado Antonio para que los leyera y firmara; éste los recibió y enseguida los colocó en la mesa dándoles una importancia equivalente a la que se le da al noveno Whisky en las Rocas. El mesero se acercó, vacilante, a ellos ―llevaba en la charola medio sueldo de una semana, incluyendo propinas―. Saúl y el licenciado Antonio carcajearon al observarlo. Él al escucharlos se puso aún más nervioso de lo que ya estaba. A cada paso que daba la distancia le parecía mayor. Sus piernas le temblaban. Una sensación de calor excesivo se transformó en sudor en su rostro. Titubeó. Cerró los ojos. Se humedecieron los papeles. El cenicero se volvió una alberquita. El suelo se adorno con trocitos de vidrio. Y Saúl y el licenciado Antonio se levantaron, rápidamente, con una gran mancha de licor en los pantalones.

—Dis… culpen, dis… culpen, señores —alcanzó a decir el mesero sumamente avergonzado antes de que la dueña del establecimiento le propinara un irreflexivo e hiriente regaño por lo ocurrido.

Inmediatamente el mesero les dio unas toallas y los invitó a sentarse en otra de las mesas.

—¡Hey! ¡Hey! ¿Qué te pasa, muchacho? ¿Consideras que lo que acabas de hacer se puede solucionar con una simple disculpa y el cambio de mesa? Y usted señora, ¿por qué gritonea de tal modo? ¡Carajo! —exclamó, seriamente, el licenciado Antonio.

Saúl, en silencio, sonrió al mirar el semblante asustado del mesero y la cara de sorpresa de la dueña del Allende Red. Quietud perturbadora en un instante.

—Afortunadamente, para ti muchacho, en esta ocasión con eso basta. Quita esa cara. Y usted señora, procure ser menos explosiva: se altera, lastima y nada arregla. Ahora deje que aquí el joven brinde con nosotros para que se le quite el susto, mire que está casi igual de transparente que el vodka; y usted también acompáñenos.

Brindaron y a los dos días el licenciado Antonio firmó los contratos de compra-venta. ¿Qué son unos cuantos pesos frente a un buen trago?~