Madaly

Un cuento de Alaíde Ventura

 

YO CREO QUE me voy a ir al infierno por mezquina y cuentachiles. Por ser mala amiga y pensar siempre lo peor de todos. En eso me parezco a doña Nachita, que cuando los niños del pueblo le piden una moneda, la niega, y luego farfulla en voz baja: “La has de querer para tu vicio”.

Fue ella quien me avisó que Madaly iba a llegar un poco tarde. “Sí, doña Ignacia”, contesté, porque no me atrevo a decirle Nachita en su cara. Anda siempre tan elegante, tan olorosa a perfumes afrutados y con unas arracadotas enormes que le jalan las orejas hasta el piso, que por más que ella me insiste en que le diga Nacha, Nachita, Tatita, a mí nomás no me sale faltarle al respeto. La corretiza que me pondría mamá, si viviera y pudiera verme hablándole de tú a la patrona.

Al poco rato llegaron Pablo y Chepete, que habían ido a recoger a la pareja de chinos que se hospedaría en el hotel ese fin de semana. Era la primera vez que teníamos chinos y a mí me ponía de nervios pensar en cómo nos íbamos a comunicar. Madaly me había estado enseñando inglés, pero en China no hablan inglés, eso cualquier persona lo sabe. Estuve practicando mi aloha y mi conichiwa, hasta que Chepete me quitó los audífonos mientras barría y con unas risotadas de hiena loca me dijo que esas palabras no eran chinas, que yo solamente no era más burra porque no rebuznaba.

Chepete se cree muy listo porque es el único de nosotros que sigue estudiando, pero van dos años que repite primero de prepa y eso no se lo dice a nadie. Nosotros nos enteramos porque un día a doña Nachita se le pasaron las cervezas y se soltó a llorar en el patio, a quejarse de que ese hijo suyo solo le daba tristezas. Aquel día el aire estaba fresco y la cerveza no se antojaba, pero de todos modos Madaly fue a sentarse al lado de ella, y con gestos me insistió para que yo también lo hiciera, y entre las dos consolamos a la pobre vieja lo mejor que pudimos, hasta tuvimos que inventarle que Chepete era muy buen muchacho y que seguramente sí iba a acabar la escuela y a trabajar de licenciado o de lo que él quisiera.

Resultó que los chinos sí hablaban un poco de inglés y no me costó trabajo explicarles cómo funciona la regadera, que hay que abrir la llave de en medio antes que las de los lados, y cerrar la ventana porque si no te ven desde el patio. Por poco hasta les cuento que a Chepete le encanta irse a asomar cuando hay turistas guapas.

Después de acomodar a los chinos, todavía me quedaban toneladas de sábanas por lavar. Horas más tarde Pablo se acercó para preguntarme si ya sabía algo de Madaly. Yo todavía estaba demasiado enojada con ella y no quise contestar. Tenía los brazos entumidos de tanto tallar las sábanas que ni de milagro iban a recuperar su blancura, y un dolor de cabeza insoportable después de pasar horas bajo el sol del verano sin más protección que una cachucha del PRI. Me ardían los ojos porque doña Nachita me obliga a lavar los baños con cloro, necia con que el vinagre no quita todo el sarro. Además, para ese entonces yo ya había calculado exactamente cuántas veces Madaly había llegado tarde en el último mes por andar noviando con Chepete, cuántos pretextos había puesto y cuántas veces yo había tenido que hacer su parte del trabajo: la limpieza de los cuartos o el desayuno del día. Si le hubiera contestado a Pablo, le habría dicho que Madaly a mí nunca me avisaba nada, con eso de que ella era la consentida del hotel, la casi nuera de doña Nachita, la única que aguantaba al baboso de su hijo. Me tendría yo que haber ido derechito al infierno, por taimada y mala onda, si hubiera dicho todas las cosas que quería decir.

“Lo que pasa es que a Madaly la asaltaron”, susurró Pablo. “No le digas que yo te dije”. Si en ese momento hubiera tenido un bote con agua en las manos, se me habría derramado. Hasta las chanclas se me habrían mojado, y qué decir de las botas de Pablo.

Cuando Mada llegó, por ahí de la una de la tarde, corrí a abrazarla. Le habrá parecido raro, ella sabía que a mí no me gustaba dar abrazos ni saludar de beso. Lo que no sabía era que me moría de la culpa por haber pasado toda la mañana maldiciéndola en secreto. Traía el labio hinchado, como si le hubiera picado una abeja, y en la frente una gasa amarillenta que daba un poco de asco.

“¿Qué haces, gorda? ¿La doña te puso a lavar los baños?”, me preguntó, adivinando mi día por el olor de mis manos.

“Quiero que me cuentes lo de tu asalto”, le dije, y ella se rio con esos dientes tan chuecos que tiene, los mismos que siempre dice que se va a componer en cuanto junte un poco de dinero.

“No te voy a contar nada porque todavía ni cumples quince y ya te portas como una vieja argüendera. ¡Ah, que esta gorda tan más chismosa!”

Tuve que rogarle un buen rato. Doña Nachita ya andaba preguntando que a qué hora nos íbamos a poner a preparar el almuerzo, y Chepete ya le andaba contestando que no molestara a Madaly con esas cosas, si demasiado había hecho viniendo a trabajar.

Total que Madaly me jaló hacia la fuente, como hacía siempre que quería contarme avances de su romance con Chepete o chismes de doña Nachita. Nos sentamos en la piedra, con cuidado de no pisar los helechos que se desparraman en esa parte del jardín.

“Mira, gorda, y esto es en serio. Ahorita no quiero ponerme a pensar en lo de anoche, porque de verdad que estuvo refeo. Pero una cosa sí te voy a decir: que si algún día te pasa algo así, y te juro que le pido a la Virgen y a tu madre bendita que en paz descanse que nunca te pase algo así, pero si te llegara a pasar, esto es lo que tienes que hacer, y pon mucha atención, gorda, no se te vaya a olvidar”.

Los chinos salían en ese momento del hotel, acompañados por Pablo que los iba a llevar al pueblo. El pobre Pablo trabajaba de chofer, pero el que se quedaba las propinas era Chepete, que según él la hacía de guía. Lo que pasa es que Chepete tenía su modo de caerle bien a los turistas, con esa sonrisa mustia que adornaba su rostro lleno de granos como una ceiba.

“Si se te llega a aparecer el diablo, y digo el diablo porque serán muy humanos, muy de carne y hueso, pero en ese momento a ti te parece que estás ante el mismísimo Belcebú, lo que tienes que hacer es invocar tu naturaleza animal, la más rastrera, la más sobreviviente de todas las alimañas que merodean este pueblo, y volverte tlacuacha. Sí, gorda: tlacuacha. ¿Sabes tú qué hacen las tlacuachas cuando se sienten en peligro? Sacan la lengua y se quedan tiesas, así, desguanzadas, para que el depredador crea que están muertas. Grábatelo bien en esa cabezota dura que tienes: tlacuacha, vuélvete tlacuacha”.

Durante la tarde vinieron los vecinos a preguntar por Madaly. En el pueblo se había esparcido el rumor de que habían asaltado a la muchacha del hotel Castaño. No, no a la gorda, sino a la otra, a la bonita. Le trajeron pan dulce y tragos de torito azucarado para el susto. Madaly se disculpó con todos, explicó que se sentía cansada y subió al cuarto de Chepete a ver la tele el resto del día.

Yo estaba por terminar mi turno, el cielo se había oscurecido casi por completo. Noté que los chinos miraban fijamente hacia la fuente donde Mada y yo habíamos estado hablando. Me acerqué sin molestarlos, ya sé que a los turistas no les gustan las impertinencias. Algo se movía entre el pasto, agitaba las hojitas con un ruido sordo a oídos nuevos. Una culebra, quizá, o alguna ratilla de campo.

De repente, la esposa dio un gritito. Pronunció algo que no pude entender, palabras chinas que indicaban miedo. El esposo la tranquilizó y dio dos pasos adelante, tanteando el terreno. Fue entonces cuando me decidí a ofrecerles mi ayuda. Los chinos primero me miraron, como evaluando si una niña tan chiquita podría hacerse cargo. No me tomé la molestia de explicarles que me veo chica, pero que ya voy a cumplir quince años. Me acomodé en cuclillas para husmear en el zacate y entonces lo vi, redondito como un pan de huevo, peludo como el respaldo de los equipales del patio. Era el estómago inflado de un tlacuache muerto, bien muerto y bien pelado, que descansaba en mitad de la maleza, con la lengua de fuera.

Me costó trabajo pedirle a los chinos que volvieran a su habitación. No hallaba cómo explicarles que ese era un animalillo de la zona, que no era peligroso y que además ya estaba muerto. Los escolté sin dejar de parlotear ni un segundo. No sé si me habrán entendido, cuando les cerré la puerta me miraron raro.

De regreso evité las preguntas de Chepete, que había bajado a la cocina por refrescos. Volví de inmediato a la fuente, para buscar al animal: al tlacuache Madaly, astuto, puntiagudo y desenfadado, que había enfrentado el peligro invocando su naturaleza salvaje, que se había paralizado de miedo, y con esa parálisis, había sobrevivido.

El tlacuache, por supuesto, ya no estaba.~