El tigre

Un cuento de Josemaría Camacho.

 

HACE SEMANAS QUE no veo a nadie. La ciudad está caída. Y no sólo he dejado de ver personas, sino también rastros. Y perros. Hace por lo menos cinco o seis días que no veo humo, ni a lo lejos, ni huellas ni ruidos. Sólo el viento a veces quiebra algunas ramas. Las cosas están secas.

Tengo la boca seca.

Soy acaso del ancho de una cartulina. Por la mañana encontré una, por cierto, verde fluorescente, que decía Nuez. Cerca estaba tirado un canasto de madera que alguna vez contuvo nieves callejeras, de sabores. Estaba seco. Lo lamí pero no me supo a nuez. Alguien quizás lo lamió antes.

Escucho de nuevo un crujido. Esta vez no es una rama. Viene de adentro de mí. Existe la posibilidad de que se trate de un nuevo hueso roto, otra factura. Se me ha escapado el calcio como se le ha escapado el color a toda la ciudad. Es el polvo que ha cubierto con cuatro capas las cosas: los jardines, las aceras y los automóviles que ya no se mueven y que habrá que buscarles otro nombre. Nada se mueve. El Viaducto es una pista vacía. Un juguete roto. La escalera del viento.

La mayoría se ha ido. O muerto. O se ha ido muriendo. Quedamos apenas los más fuertes hechos unos trapos. Corrijo: quedamos unos cuantos, ya no hay fuertes. Los que quedamos somos, sin embargo, los más débiles y los más animosos, los más altos y los más bajos, los más estúpidos y los más inteligentes: los más todo, porque somos los únicos.

Hace ya ocho meses, según me parece, los forajidos fuimos los que nos quedamos dentro de la ciudad muerta. Nos exiliamos adentro cuando todos huyeron. Hace varios meses que no hablo. Que estoy en negro. De vez en cuando, si tiembla el suelo o el firmamento, cierro los ojos. Grito, balbuceo alguna grosería. Pero hace tiempo que no articulo un lenguaje más fino. No hay utilidad ya. He vuelto a las cavernas.

El avispero se rompió y yo deambulo por los pedazos. ¿Qué será de los que están afuera, si aún viven? ¿Existe todavía un afuera? Si estas malditas ruinas han dejado de ser una ciudad, entonces no ha quedado nada tampoco al otro lado de sus límites. Me arden los ojos. Los cierro. Mil relámpagos cruzan en diagonal por entre los escombros de viejos edificios de oficinas. Esqueletos de ballenas incrustados azarosamente en el asfalto de modo vertical. Me quedo dormido pero no descanso, no he podido descansar desde que el final comenzó. La presión aumenta, siento ceder al cráneo. La derrota es una mancha indeleble, una segunda naturaleza, que ha comenzado a eclipsarme.

Al despertar bajo un sol negro lo veo. Quieto. Y entonces sé que es el fin. Entiendo que no he encontrado a otro humano en semanas porque no queda nadie en pie. Así es el proceso: uno entiende cuando ya no hace falta entender, o no queda tiempo para poner en práctica lo aprendido. Una parte de mí se aferra a la existencia y siente el miedo de los justos ante la aniquilación absoluta. Otra parte, sin embargo, sonríe frente al final. Terminará al fin esta vergonzosa manera de ser. Comienzo a sentir que el estómago quiere voltearse hacia fuera aunque no tenga nada dentro, ni comida ni agua ni aire. La náusea aumenta de cualquier forma y yo me levanto. Siento la rotación de la Tierra porque, evidentemente, me he vuelto hipersensible.

Está parado de frente a mí. Los cuatro cuartos radiantes. Los tonos de su pelaje son de un naranja que había olvidado. Es el gran tigre que se ha detenido a unos metros de mí, a media calle, y me ha descubierto tirado, indefenso, entregado. Ya antes me lo habían dicho: el gran tigre deambula sin descanso en las tierras marchitas hasta encontrar al último hombre. Lo mira, lo ataca, y la raza deja entonces de existir. El gran tigre es el que cierra la puerta. El que corre la cortina. El que entierra los huesos y pone punto final al correr del tiempo.

Ahora está frente a mí. Se acercó amarillo, sigiloso, naranja, blanco y negro. Fuerte, grande y muscular. Es hermoso. Se acerca acechante. Un paso tras otro, sin prisa. Sabe que yo soy el fin y él es el fin. Tira un zarpazo lento, casi cariñoso, y hace volar mi mejilla unos metros. Casi no me queda sangre que perder.

Sonrío cuando siento que debajo del tórax ha penetrado una hilera de dientes. Los colmillos deshebrarán; las muelas machacarán y los incisivos harán antes una reverencia cordial con mi epidermis.

Lentamente salgo del letargo. Confío en que estaré mejor aunque las heridas del tigre me acompañarán para siempre, supurando. El mundo se ha vuelto a reconstruir y a repoblar. Hombres y mujeres sonríen como si la ciudad fuera un lugar deseable. Ha cesado la migraña.~