Chevy 94

Un cuento de Adolfo Reyna

 

LO QUE MÁS risa me da, es que ellos creían fielmente que tenían la razón. Antes de matarme, necesitaban mis disculpas, un rio manso donde lavar sus propios pecados. Y, aunque me lo he preguntado, no me arrepiento de nada. Si pienso en cámara lenta, los fríos huesos contra el metal, hacen sinfonía con el corazón y las campanas de vida y victoria. Me los llevé.

No recuerdo el año, no se recuerdan los años cuando se es un cobarde; lo que se quiere es olvidar. Pero si echo mano a la memoria, hablamos del 98 al 2002. Aquel o aquellos años donde todo eran autos: las películas, la escuela, la calle y la plaza. Si era en una película, el reto era en una avenida inmensa de Times Square; si era en la escuela, era el Gordo ‘Ibáñez’ que subía a todas las morritas de primer grado a su camioneta y el resto nos quedábamos mirando; si era en la calle, los vidrios temblaban cuando las bocinas y los estrobos pasaban por la calle de la presidencia, con la mirada de las otras chavitas al pasar la carroza moderna y ‘La gasolina’ a tope.

Tenia un auto metido en la cabeza. Me tronaba los dedos cuando las chicas esperaban al filo de la banqueta en la plaza y los engominados sujetos solo tenían que orillar el auto y levantar el dedo para elegir a su presa: “Maldita sea, por que he de ser hijo de padres pobres”. La desesperación crecía cuando las historias de sexo, alcohol, amigo y autos se contaban por el pueblo.

Debía tener un auto y en algún momento lo decidí. Tarde algunos años, y la fiebre había pasado, pero logre tener mi propio carro. Trabajé dos años sin parar en la marisquería de Don Baltazar, y aunque tuve un par de tropiezos, un concierto y una buena borrachera, conseguí 28000, cambiados por un Chevy 94 en perfecto estado.

Era mi turno. Salía cada tarde a limpiar el auto con cubeta y trapo a la mano. Tomaba una revista y esperaba que el aire lo secara para dar el ultimo trapazo. Cogía el auto para ir a las tortilla de la vuelta, pero, claro, daba toda la vuelta a la manzana. Era el chofer de todos, que gusto da saber que algo es tuyo. Cogía el teléfono e invitaba a todos a dar la pasear, y cerraba diciendo: “No te apures, yo voy por ti”, especialmente si eran mujeres. Pero, lo mejor venia los domingos, cuando todos van a misa. Las morritas de las rancherías vienen al centro y antes de volver a casa, giran por la plaza para que alguien les eche el lazo. Si, caray, era mi turno.

Así conocí a Pamela. No fue domingo, fue sábado, pero igual cuenta. Como olvidarla. Es más, de no ser por el susto, seguro nos hubiéramos casado, o no sé. Esa día me mandaron al super. Era cumpleaños de la tía Gloria y faltaba refresco. Cogí las gafas y el disco de Sin Bandera; codo en la ventana y los oídos zumbando. Al llegar a Neruda con Independencia me da el rojo. 10 segundos después apareció. Me vio y la ví. Yo la miré y ella miró el carro. Llevaba unos jeans ajustados y unos botines rojos. Una camisa blanca y una franela en las manos; había salido de trabajar. La verdad es que no le recuerdo el rostro, no en ese momento, pero cuando el verde llegó, di vuelta la manzana y bajando el vidrio la invite a subir. Ni me volteo a ver. Apreté el acelerador y la llanta rechinó. Di otra vez la vuelta a la manzana y cuando la volví a tener a la vista, acelere y frene a su derecha. Tomándose el pecho me miro enfurecida, “¿A dónde vas?”, le dije. “Idiota”. “Te llevo”, súbete. “Súbete”. Silencio. “Guapa, súbete. Además, tiene que volver por que se te cayó un papel de la bolsa allá atrás”. Se detuvo en seco, dio la vuelta y antes de que volviera, le dije “Mentira, estoy bromeando”. Me volvió a maldecir pero en el momento en que me llamo idiota soltó una sonrisa y ese, ambos lo sabíamos, era el sello de nuestra amistad.

Pamela trabajaba en el centro comercial. Su caja siempre tenía cola, sobre todo hombres que corrían con cualquier pretexto para verla. Salía a las ocho, pero yo pasaba a las ocho y media. Me esperaba junto al macetero de la entrada principal y sus compañeros que miraban mientras fumaban siempre le gritaban “Adiós, Pamela, te espero a cenar. Adiós mi amor”, en coro. Ella intentaba disimular el color rojo en sus rostro y subía al coche con la mandíbularígida. Yo lo disfrutaba.

Pasaron dos semanas. Pamela suponía éramos novio, pero yo la quería manosear. Como los sábados tenia permiso para llegar tarde, fuimos al baldío que está detrás del hospital. La luna reflejaba el tablero y la música era perfecta. Nos besamos. Pasamos al asiento de atrás y de poco me dejo que le chupara las tetas. Estábamos tan excitados que no vimos las torretas de la patrulla; nos atraparon con los pantalones en las rodillas.

Siempre somos rebeldes, por eso no hice mucho caso al primer toletazo. Nos quedamos quietos con esperanza de que se fueran.  Eran cuatro. Rodearon el Chevy y uno más esperaba en la patrulla. Insistieron, “Bájate o te bajamos”. Me quede quieto. Pamela estaba aterrada, me decía: “Haz lo que te dicen o nos van a llevar”. Trataba de tranquilizarla, haciéndole saber que a ella no le harían nada, cuando tronaron el cristal del carro de una chingadazo. Pamela gritó y a mi me llevaron a los separos.

2

Soy un hombre de revanchas. Tuve que doblar turno para pagar el cristal roto, el corralón y el ajuste al motor por el tiempo que estuvo el carro parado bajo el sol. De noche, la marisquería de Don Baltazar se vuelve una cantina para los viejos hacendados. Llegan confiados uno a uno después de que la puerta cierra y las propinas son buenas. Juegan cartas, albures o domino.

Cuando las noche era larga, miraba desde el balcón del negocio a la plaza. Las pandillas reñían, se daban hasta con tubos y las ambulancias llegaban cuando el pleito había terminado, y los policías miraban desde la delegación y parecían estar soldados a la entrada. Cuando salía del trabajo les pasaba enfrente, no reconocí jamás a uno que me hubiera llevado, pero estaba enfadado con todos. Ocasionalmente brincaban a la patrulla. Caminaba por la avenida y cuando habían pasado unos 20 minutos volvían hechos pelota en la parte trasera con algún borracho entre patada y patada, y esto alimentaba mi rabia.

Medio año, y yo necesitaba algunas cosas: una mujer temeraria, un traje para el coche y un buen abogado. Pero, mientras esto sucedía, pasaba con alguna mujer por sus narices, nos debamos algunos besos y subía el volumen al estéreo con la canción de Blur ‘Song 2’. Les calenté los huevos a los cabrones.

Como si lo mío fuera un asunto de estado, busqué los tipos de blindaje en la web. El grado más bajo es para armas cortas, pero como también soy hombre precavido, elegí el numero 4 por cualquier cosa.

En tres meses pasó Nayeli, Carolina, Ruth, Alma y Vanesa. Todas con horario de salida y llegada.Inútil. Por lo menos para mi venganza.

Después conocí a Gabriela. Fue escalando peldaños. La señal definitiva fue cuando me invito al hotel y le dije, “No tengo para el cuarto”. “Cojamos en el carro”. Por supuesto que el auto estaba libre, pero quise saber si era la indicada y le respondí, “no esta disponible, se lo presté a un compañero del trabajo”, y ella respondió, “No importa, vamos a caminar, traigo vestido”. Era ella: tenía la sangre fría.

Cuando pasé por ella me llamó mentiroso y yo encontré una excusa para no dar demasiadas vueltas. Bebimos un seis de cervezas y fuimos a bailar.

Para ese momento los policías del pueblo conocían el Chevy color Oxford modelos 94. Estoy seguro que cuando pasaba las veces anteriores, corrían para atraparme en el baldío del hospital nuevo, pero esa noche, fui yo quien los invite a seguirme. Bebí hasta el fondo, besé a Gabriela y los reté con la mirada.

Cuando rechiné llanta, las torretas a dos cuadras de distancia se encendieron. Los dejé por unas cinco cuadras, tomé la avenida y fingí no darme cuenta y seguí hasta la puerta. Fingiendo estar sorprendido, besé la entrada con la llanta derecha y viré para seguir, y ellos, claro andarían por ahí. “¿Qué haces?”, me preguntó Gabriela.

Subí por los habitacionales que bordean el campo abierto de pasto y luna, y paré en una tienda de esas donde te atienden por una ventanilla de metal. Pedí un seis de cervezas más y unos cigarros. Subí al auto y mordí los labios de Gabriela. Metí las manos por debajo de su vestido azul y toqué sus labios suavemente. Estaba húmeda. “Quítate la ropa interior”, le dije. “¿Qué?”. “Me excita saber que vas desnuda a mi lado, quítate los calzones”. Lo hizo, estaba lista.

Di Vuelta la manzana. Volví a la entrada del baldío a sabiendo que la patrulla estaría escondida por entre los matorrales, camuflajeada entre la noche. Conduje unos 500 metros, hasta el fondo, donde los edificios lucen pequeños y los autos no se escuchan. Detuve el auto y en segundos estaba sobre Gabriela que no dejaba de tallarse las piernas, deseosa. Eché el asiento hacia atrás y me monté en ella sin juego previo. Desabotonó mi bragueta y guió mi palo hasta su vagina dilatada.

Con la música, los gemidos y la noche negra, Gabriela no dio cuenta de las patrullas. Eran cuatro, una en cada faro del carro, cerrando el paso. Las torretas se encendieron y eso provocóen ella un ligero brinco. Trato de moverse, pero le dije “tranquila”, no te va a pasar nada. Encendieron la torreta y en segundos estábamos rodeados. Seguí. Como estaba de espaldas, un de ellos se paró en el medallón trasero y lo golpeó con fuerza. “Para”, me dijo con la voz quebrada pero llena de placer. Seguí con más fuerza y lo miré con vileza, enfermo de poder, como una hiena en cautiverio. En poco tiempo la lluvia de toletes y pies coronaron el evento. Bajé el ritmo y al auto nada le pasaba, eran los rasguños de un niño, quería reír pero estaba jadeando. Gritaban llenos de bravura. Aquello, aunque ilícito era mucho más erótico para ellos pero tampoco lo sabían. Con la cacha de la pistola, el que estaba atrás trató de cuartear el cristal. Nada. Y como le dirigí una mirada soberbia, se volvió loco y tiro del gatillo. Con el rebote se dio en el hombro el imbécil. Seguí y seguí y Gabriela no dejaba de gemir, gritaba, probablemente su vagina esta desgarrada, pero el momento era otro, no era para tenernos piedad a nosotros mismo, ella lo supo en un momento. Había olvidado todo a su alrededor. Los golpes crecieron. Con un par de embestidas frenéticas termine y di un gruñido salvaje. Por un momento, para nosotros y los de afuera, todo fue calma; terminamos todos, no me hubiera sorprendido que alguno se masturbara en ese momento.Pero, la revancha no había terminado.

Subí mi pantalón, besé su frente y encendí el auto. Un par de los 12 que estaban ahí se paró al frente y la escena era perfecta. Metí velocidad, los amenacé con el motor y como no se movieron solté el freno; volaron por el aire y sus cuerpos recorriendo el coche entero; las patrullas de papel cedieron ante el pequeño Chevy 94.

500 metros de ventaja. No paré hasta llegar a la casa de Gabriela. Por supuesto que me agarraron, pasé medio año en el tambo, pero el Chevy esta intacto, bajo una lona en el corralón, esperando que tenga dinero para ir a por él.~