Traición a la tradición


 

Nota de inicio para el lector: el texto encierra al final una denuncia; pero, por favor, léelo entero.

¡Qué gratos recuerdos me traen las traineras! Guardo frescos en la memoria aquellos viajes en el tren, ría abajo, para ver desde la margen izquierda —como no podía ser de otra manera— aquellos duelos entre los sestaotarras de Kaiku y los santurtzitarras que bogaban con la Sotera. Las traineras son esas frágiles embarcaciones de madera con las que en siglos pasados los arrantzales (pescadores) se batían el cobre en el Mar Cantábrico, y que servían en las embocaduras de las rías de nuestras costas, en el norte de esa reunión de tribus que es España, para atoar por la buena senda marina a las embarcaciones que pretendían arribar a los puertos fluviales.

Hoy en día, y gracias al impulso que tuvo el deporte rural vasco a raíz del entierro de nuestro reciente e imperfecto pasado, se han transformado en embarcaciones deportivas de fibra de carbono en las que fornidos mozalbetes forjan brazos de coloso en su lucha contra el incesante oleaje de las pleamares.

Sano deporte este del remo. La trainera, embarcación orgullosa de su pasado que ha encontrado su vertiente deportiva más moderna dentro de la federaciones de remo, ha sido, antes que pasatiempo, el pan de nuestros abuelos.

Salir a mar abierta en pleno temporal cantábrico para embocar una embarcación en peligro no es actividad para pusilánimes. Nuestros antepasados no llevaban GPS para que en caso de vuelco o/y caída al mar se les pudiera localizar, como lleva hoy en día el aburrido esnob de turno en esas regatas de viento y vela.

Y las tripulaciones, celosas de su trabajo y seguras de su poderío, se retaban y apostaban ciertas sumas de reales para en los días de fiesta bogar hasta dar la ciaboga en mar abierta y enfilar ría arriba, para luego virar y volver a remar ría abajo y volver a subir hasta cubrir las millas que se hubieran acordado.

Pero ese pasado de gentes marineras —no hay quien pueda con la gente marinera, repite la canción—, ha quedado en los rincones de algunos museos marinos para dar paso a una nueva estirpe, la del deportista moderno.

Ni buena ni mala esta transmutación; tal vez simplemente lógica, a tenor de los tiempos que corren. Desde “A Costa da Morte” en lo más genuino de nuestra céltica Galicia, hasta Hondarribia, en los límites con la vecina Galia —y en todo el Golfo de Vizcaya—, se ha extendido el deporte de la trainera entre las bravas gentes de la Cornisa Cantábrica.

Con la mar brava,
Ama Guadalupekoa de Hondarribia con la proa en el aire.

No goza este hercúleo deporte de tradición televisiva salvo en sus lugares de origen, por lo que en el corazón de la celtiberia hispana, y más allá, es probable que no puedan apreciar en su justa medida el orgullo de ser arraunlari (remero).

El origen de estos retos marineros —y de todo el deporte rural vasco en general—, que está en las apuestas, sigue vigente, y aunque pudiera no parecerlo se llegan a mover buenas sumas en las estropadas (regatas de traineras). Amén de las cantidades que ponen con agrado las Corporaciones locales orgullosas —una vez más elijo esta palabra a sabiendas de que me repito— de su pasado y de sus tradiciones.

La Asociación de Clubes de Traineras (ACT) organiza una liga de regatas anual. Además se celebran por toda la costa cantábrica prestigiosas “Banderas” o “Ikurriñak” —torneos de un día— a las que se accede por invitación, siempre tratando los anfitriones de traerse las mejores tripulaciones del momento, lo que garantiza la circulación de las apuestas y que se viva un gran espectáculo deportivo, festivo y folklórico, pleno de sonido y colorido, en el que se mantienen ciertas tradiciones como tomar la salida tras rezar el Ángelus. (Lo cierto es que hace tiempo que no me acerco a vivir estropadak y dudo que este asunto en particular siga estando vigente).

Quien se haya aventurado a leer estos párrafos seguro que ya se ha dado cuenta de que trato de glosar torpemente tan bello y vigoroso deporte como es el de las traineras, que tiene la peculiaridad dentro de los deportes de remo de realizarse en lucha contra el oleaje. Pero en este siglo XXI —en unos años de desapego a la cultura, a la educación y a las conductas éticas— donde hay dinero de por medio no puede reinar la honradez. Y menos aún en un deporte cíclico y rítmico, donde lo que impera es el músculo y el corazón, y la estrategia que rige es la del más fuerte. ¿Encuentran similitudes con el ciclismo, atletismo…?

Y resulta que unos muchachotes —cuyo gentilicio es lo de menos, vaya esto por delante— se han tomado muy a pecho eso de ganar Banderas y dinero. Y han encontrado el método con la ayuda de su entrenador…, y del médico.

Tras ganar la Ikurriña de Hondarribia ninguno pasa el control antidopaje porque todos, los catorce tripulantes, tenían autorización de uso terapéutico (AUT) para tomar productos prohibidos. ¡Por lo visto estaban todos enfermos! Las solicitudes, argumentadas por el médico del club, se centraban en la misma sustancia prohibida y se justificaban en todos los casos por dolencias similares.

¿Comprenden ahora por qué he insistido en asociar la palabra orgullo al deporte de la trainera? Esto ocurrió hace ahora un año, y el asunto ha cobrado virulencia a finales del pasado mes de agosto. Pero por hoy creo que han tenido ustedes más que suficiente —conviene dosificar las emociones fuertes—. Próximamente les aportaré más información.
Aunque me es imposible despedirme sin lanzar dos preguntas maliciosas: ¿Se imaginan ustedes que todo un equipo ciclista tuviera esta bula médica? Al fin y al cabo se trata sólo de nueve deportistas y no de catorce. ¿No tendrá nada que decir el señor Lissavetzky ni su CSD, y dejará el asunto en manos de otra Administración? Estoy convencido de que si hubiera fotos de sonrisas y de palmadas en la espalda ya habría terciado.~

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