Máscaras

«Todos tenemos algún episodio en nuestra biografía que permanece arrinconado en la memoria».

 

fotografía “Kiki de Montparnasse” | Man Ray

TODOS TENEMOS ALGÚN episodio en nuestra biografía que permanece arrinconado en la memoria, como ese vestido apolillado que lucha por abrirse paso en el armario, merecedor de una segunda oportunidad. Episodios que sacamos de paseo bajo siete capas de maquillaje y que revivimos como un Dorian Grey rejuvenecido, en cuanto la ocasión y una cerveza lo merecen.

El verano pasado, tuve la oportunidad de comprobar cuanto digo, durante las que fueron mis vacaciones en Portugal. Una comida y unas vistas al mar fueron las culpables de tantas confidencias. El resto, una conversación sosegada y un bacalao que aún no he olvidado. Y un amigo, que no cejaba en su empeño por contarme la que había sido la mejor anécdota de su vida. Una experiencia de juventud como viajante por pueblos perdidos de la geografía humana, que hubiera sonrojado al mismísimo Dustin Hoffman, otro viajante de cine. Correrías que por lo demás, no me eran nuevas, y es que mi amigo siempre fue especialista en coleccionar desatinos, historias que por trasnochadas vagan interminables en cada uno de nuestros encuentros, como quien olvida cambiarse los calcetines y se mantiene confiado en que no tendrá que mostrarlos en público, pero al final, a la primera oportunidad, lo hace exhibicionista una vez y otra.

Tampoco esta vez fue distinto. Mientras mi amigo me hablaba de hostales de segunda, de secretarias despampanantes, y de cómo se las trajinaba; yo me entretenía estudiando la carta, más pendiente, de las idas y venidas del camarero que de su relato. Pero si de algo peco, es de esa curiosidad un tanto morbosa de los escritores en ciernes, así que conforme los detalles se sucedían, más arrastrada me sentía por el entusiasmo de la espectadora de primera fila que, oportunista, intenta hacer suya esa euforia ajena.

En aquel momento, absorta ya por completo en sus devaneos amorosos, hubiera hecho cualquier cosa por mostrarle también yo, mi cara más mundana, esa que tan bien escondo y guardo para mí y que solo algunos de mis íntimos desconocidos conocen. Si… no me miréis así… todo el mundo sabe que en esta vida nada es lo que parece ser, tampoco yo. Al fin y al cabo, si hasta Audrey Hepburn finge ser una mujer experimentada en Arianne con tal de ligarse al playboy de Gary Cooper ¿Por qué yo no puedo fingir ser una mujer de mundo?

Así que para no ser menos y aprovechando que la conversación languidecía, le conté que unos años atrás durante uno de mis viajes a Roma estuve a punto de participar como extra en una película de Sergio Castellitto. La casualidad había querido que en el hotel donde me alojaba, se albergase el equipo de sonido y que en el desayuno, entablase conversación con uno de los técnicos mientras esperaba mi turno para entrar en la cafetería. No fueron más que un par de banalidades, la verdad. Banalidades sin importancia y una sonrisa que todavía recuerdo bien. Sin embargo, una cosa trajo la otra y al final, me vi desayunando con él, compartiendo mesa y mantel, precisamente yo tan poco dada a los planes imprevistos, cualquiera que me conozca lo sabe.

Todavía me pregunto cómo acabé prometiéndole que me pasaría aquella misma mañana por el rodaje. El caso es que lo hice. Durante un par de días no me separé de aquella sonrisa con la secreta esperanza de hacerme con un pequeño papel de figurante en la película. Hice mías aquellas palabras de Andy Warhol…«Si te quitas la blusa, puedes hacer una película mañana. Si no te la quitas, puedes hacer otra».

Y yo, a medio vestir y con el tirante caído, no conseguí cumplir mi deseo, mi película. Ya sabéis cuan puñetero es el mundo del cine. Ni hice de extra, ni me presentaron a Castellitto. Sí otras cosas, pequeños momentos, furtivos detalles, que como podéis comprender preferí pasar por alto. Me limité, eso sí, a adornar mis catástrofes más íntimas, con un montón de pormenores de mi cosecha que la hicieran brillar y parecer menos patética de lo que en realidad fue.

La comida estaba llegando a su fin y a juzgar por el modo receloso en que mi amigo me miró, no se creyó una sola palabra de cuanto le conté. Nada nuevo, estoy acostumbrada a que cuando el telón cae, nadie me tome lo bastante en serio, ni siquiera mi amigo.

Si os soy sincera tampoco terminé de creerme la suya: su historia. Tampoco la mía. Por no creerme no me creí ni siquiera los arrumacos que vinieron después. No me creí nada…

Y vosotros, tampoco hagáis mucho caso de lo que os he contado. Después de todo, ¿quién no dice que todo cuanto he escrito a lo largo de este relato, no es sino una invención mía, una mentira más, otra de las muchas tantas que pueblan mi atribulada realidad?~